viernes, 27 de enero de 2017

EL AMOR AL ORDEN DEL MUNDO

EL AMOR AL ORDEN DEL MUNDO 
El amor al orden del mundo y su belleza es el complemento del amor al prójimo. Procede del mismo renunciamiento, imagen del renunciamiento creador de Dios. Dios trae a la existencia este universo consintiendo en no dominarlo, aunque podría hacerlo, dejando que en su lugar impere, por una parte, la necesidad mecánica asociada a la materia, incluida la materia psíquica del alma, y, por otra, la autonomía esencial de los procesos pensantes.
Por medio del amor al prójimo imitamos el amor divino que nos ha creado a nosotros y a todos nuestros semejantes. Por el amor al orden del mundo imitamos el amor divino que ha creado este universo del que formamos parte.
El hombre no tiene que renunciar a dominar la materia y las almas puesto que no cuenta con poder para hacerlo. Pero Dios le ha conferido una imagen de ese poder, una divinidad imaginaria, para que también él pueda, aun siendo criatura, vaciarse de su divinidad.
Así como Dios, estando fuera del universo, es el mismo tiempo su centro, así también el hombre se sitúa de forma imaginaria en el centro del mundo. La ilusión de la perspectiva le sitúa en el centro del espacio; una ilusión semejante falsea en él el sentido del tiempo; otra ilusión del mismo tipo dispone a su alrededor toda la jerarquía de valores. Esta ilusión se extiende incluso al sentimiento de la existencia, a causa de la íntima unión que en nosotros hay entre el sentimiento de valor y el sentimiento de ser; el ser nos parece cada vez menos denso a medida que se aleja de nosotros.
Rebajamos a su nivel, a nivel de la imaginación mixtificadora –deformadora, engañadora-, la forma espacial de esa ilusión. Estamos obligados a ello, pues, de otro modo, no percibiríamos ni un solo objeto, ni siquiera nos controlaríamos lo bastante para dar un solo paso de manera consciente. Dios nos procura así el modelo de la operación que debe transformar nuestra alma. Así como aprendemos de niños a rectificar y reprimir lo ilusorio de la percepción del espacio, debemos hacer otro tanto respecto a la percepción del tiempo, de los valores, del ser. De otro modo seremos incapaces, en todo lo que sea ajeno a la dimensión espacial, de discernir un solo objeto o de dar un solo paso.
Estamos en la irrealidad, en el sueño. Renunciar a nuestra situación central imaginaria, no sólo con la inteligencia sino también con la parte imaginativa del alma, es despertar a lo real, a lo eterno, ver la verdadera luz, oír el verdadero silencio. Se opera entonces una transformación en la raíz misma de la sensibilidad, en el modo inmediato de recibir las impresiones sensoriales y las impresiones psicológicas. Es una transformación análoga a la que se produce cuando, de noche en un camino, distinguimos de repente un árbol donde habíamos creído ver un hombre agachado; o cuando percibimos un susurro de hojas donde habíamos creído oír un cuchicheo. Se ven los mismos tonos, se oyen los mismos sonidos, pero no es de la misma forma.
Vaciarse de la falsa divinidad, negarse a sí mismo, renunciar a ser en la imaginación el centro del mundo, comprender que todos los puntos podrían serlo igualmente y que el verdadero centro está fuera del mundo, es dar el consentimiento al reino de la necesidad mecánica en la materia y de la libre elección en el centro de cada alma. Este consentimiento es amor. La forma en que este amor se muestra cuando se orienta hacia las personas pensantes es la caridad hacia el prójimo; cuando se orienta hacia la materia, es amor al orden del mundo, o, lo que es igual, amor a la belleza del mundo.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

NEGARSE A SÍ MISMO IIº

NEGARSE A SÍ MISMO IIº
Dios pensó lo que no era y, por el hecho de pensarlo, lo hizo ser. A cada instante, existimos solamente por el hecho de que Dios consiente en pensar nuestra existencia, aunque en realidad no existimos. Al menos, así nos representamos la creación, humanamente y, por tanto, falsamente, pero esta representación encierra una verdad. Sólo Dios tiene el poder de pensar realmente lo que no es. Sólo Dios presente en nosotros puede pensar realmente la condición humana en los desdichados, mirarlos verdaderamente con mirada distinta de la que se dirige a los objetos, escuchar verdaderamente su voz como se escucha una palabra. Ellos perciben entonces que tienen una voz; de otro modo, no tendrían ocasión de darse cuenta.
Es tan difícil escuchar verdaderamente a un desdichado, como difícil le es a él saber que es escuchado tan sólo por compasión.
El amor al prójimo es el que desciende de Dios al hombre. Es anterior al que asciende del hombre hacia Dios. Dios se apresura a descender a los desdichados. En cuanto un alma está dispuesta a dar el consentimiento, aunque sea la última, la más miserable, la más deforme, Dios se precipita hacia ella para poder mirar y escuchar a través de ella a los desdichados. Sólo con el tiempo llega el alma a ser consciente de esta presencia. Pero aunque no encuentre una palabra para nombrarla, allí donde los desdichados son amados, Dios está presente.
Dios no está presente, aun cuando se le invoque, allí donde los desdichados son simplemente una ocasión de hacer el bien y aunque sean amados en ese sentido. Pues están entonces en su papel natural, en su papel de materia, de cosas. Son amados de manera impersonal. Y es necesario aportarles, en su estado inerte y anónimo, un amor personal.
Por eso, expresiones como ‘amar al prójimo en Dios’ o ‘por Dios’ son engañosas y equívocas. Un hombre apenas tiene suficiente poder de atención para mirar simplemente ese trozo de carne inerte y despojada al borde del camino. No es el momento de volver el pensamiento hacia Dios. Así como hay momentos en los que se debe pensar en Dios olvidándose de todas las criaturas sin excepción, hay también momentos en los que, mirando a las criaturas, no hay por qué pensar explícitamente en el Creador. En esos momentos, la presencia de Dios en nosotros tiene como condición un secreto tan profundo que debe ser tal, incluso para nosotros. Hay momentos en que pensar en Dios nos separa de él. El pudor es condición de la unión nupcial.
En el amor verdadero no somos nosotros quienes amamos a los desdichados en Dios, sino Dios en nosotros quien ama a los desdichados. Cuando nos encontramos en la desdicha, es Dios en nosotros quien ama a los que nos quieren bien. La compasión y la gratitud descienden de Dios, y cuando se encuentran en una mirada, Dios está presente en el punto en el que las miradas se encuentran. El desdichado y el otro se aman a partir de Dios, a través de Dios, pero no por amor de Dios; se aman por el amor del uno al otro. Esto tiene algo de imposible. Por eso no se realiza más que por Dios.
Aquel que da pan a un desdichado hambriento por amor a Dios no recibirá agradecimiento por parte de Cristo. Ha tenido ya su retribución en ese mismo pensamiento. Cristo muestra su agradecimiento al que no sabía a quién daba de comer.  

(A la espera de Dios; Simone Weil)

NEGARSE A SÍ MISMO Iº

NEGARSE A SÍ MISMO Iº
La creación no es un acto de autoexpansión por parte de Dios sino de retirada y de renuncia. Dios crea como las olas sobre la playa, retirándose. Dios con todas las criaturas es menos que Dios solo. Dios ha aceptado esta merma y ha vaciado de sí una parte del ser. Se ha vaciado ya en ese acto de su divinidad; por eso dice san Juan que el Cordero fue degollado desde la fundación del mundo. Dios ha permitido la existencia de cosas distintas a él y que valen infinitamente menos que él. Se negó a sí mismo por el acto creador como Cristo nos ordenó negarnos a nosotros mismos. Dios se negó en nuestro favor para darnos la posibilidad de negarnos por él. Esta respuesta, este eco, que nosotros podemos rechazar, es la única justificación posible a la locura de amor del acto creador.
…/…
Si bien en el arte y la ciencia una producción de segundo orden, brillante o mediocre, es extensión de sí, la producción de primer orden, la creación, es renuncia de sí. No se percibe esa verdad porque la gloria confunde y recubre indistintamente con su esplendor las producciones de primer orden y las más brillantes de segundo orden, dando incluso frecuente prioridad a estas últimas.
La caridad para con el prójimo, al estar constituida por la atención creadora, es análoga al genio.
La atención creadora consiste en prestar atención a algo que no existe. La humanidad no existe en la carne anónima e inerte al borde del camino. El samaritano que se detiene y mira, presta sin embargo atención a esa humanidad ausente y los actos que se suceden a continuación dan testimonio de que se trata de una atención real.
La fe, dice san Pablo, es la visión de cosas invisibles. En ese momento de atención, la fe está tan presente como el amor.
Del mismo modo, un hombre que esté enteramente a merced de otro no existe. Un esclavo no existe, ni a los ojos de su señor ni a los suyos propios. Los esclavos negros de América, cuando se herían por accidente en un pie o una mano, decían: “No es nada, es el pie del amo, es la mano del amo”. Quien está enteramente privado de los bienes en los que se cristaliza la consideración social, cualesquiera que éstos sean, no existe. Una canción popular española dice con extraordinaria lucidez: “El que quiera volverse invisible no tiene medio más seguro que hacerse pobre”. El amor ve lo invisible.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

miércoles, 25 de enero de 2017

ÚLTIMOS PENSAMIENTOS

ÚLTIMOS PENSAMIENTOS
Casablanca, 26 de mayo de 1942

…No tengo necesidad de ninguna esperanza, de ninguna promesa, para creer que Dios es rico en misericordia. Conozco esa riqueza con la certeza de la experiencia, yo misma la he tocado. Lo que de ella conozco por contacto sobrepasa de tal modo mi capacidad de comprensión y gratitud que ni la misma promesa de felicidades futuras añadiría nada al significado que para mí tiene, de la misma forma que para la inteligencia humana la adición de dos infinitos no es una adición.
La misericordia de Dios se manifiesta en la desdicha tanto, o quizá más, que en la alegría, pues bajo aquella forma no tiene analogía con nada humano. La misericordia del hombre no aparece más que en el don de la alegría o bien al infligir un dolor con vistas a efectos externos, curación del cuerpo o educación. Pero no son los efectos externos de la desdicha los que dan testimonio de la misericordia divina. Los efectos externos de la verdadera desdicha son casi siempre malos. Cuando se quiere disimularlo, se miente. Es en la desdicha misma donde resplandece la misericordia de Dios, en lo más hondo de ella, en el centro de su amargura insondable. Si, perseverando en el amor, se cae hasta el punto en que el alma no puede ya retener el grito «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», si se permanece en ese punto sin dejar de amar, se acaba por tocar algo que no es ya la desdicha, que no es la alegría, que es la esencia central, intrínseca, pura, no sensible, común a la alegría y al sufrimiento y que es el amor mismo de Dios.
Se sabe entonces que la alegría es la dulzura del contacto con el amor de Dios, que la desdicha es la herida de este mismo contacto cuando es doloroso y que lo único importante es el contacto, no la modalidad.
De la misma forma que si se vuelve a ver a un ser querido tras una ausencia prolongada, lo importante no son las palabras que con él se intercambian, sino sólo el sonido de su voz que nos asegura su presencia.
El conocimiento de esta presencia de Dios no consuela, no quita nada a la horrible amargura de la desdicha ni cura la mutilación del alma. Pero se sabe de manera cierta que la sustancia de esa amargura y de esa mutilación es el amor de Dios hacia nosotros.
Quisiera, por gratitud, ser capaz de dejar testimonio de ello. El poeta de ‘La Ilíada’ amó suficientemente a Dios para disponer de tal capacidad. Pues ése es el significado implícito del poema y la fuente única de su belleza, aunque apenas se haya comprendido.
Aun cuando no hubiera nada más para nosotros que la vida terrena, aun cuando el instante de la muerte no nos aportase nada nuevo, la sobreabundancia infinita de la misericordia divina está ya secretamente presente, aquí, en toda su integridad.
Si, por una hipótesis absurda, muriera sin haber cometido faltas graves y cayera, no obstante, al fondo del infierno, debería de todas formas una gratitud infinita a Dios por su infinita misericordia a causa de mi vida terrena, por más que yo pueda ser un objeto tan mal acabado. Incluso en ese caso, creería haber recibido toda mi parte en la riqueza de la misericordia divina. Pues ya aquí recibimos la capacidad de amar a Dios y de representárnoslo con toda certeza como poseedor de una sustancia que es una alegría real, eterna, perfecta, infinita. A través de los velos de la carne, recibimos de lo alto suficientes presentimientos de eternidad para disipar todas las dudas que sobre ese punto puedan suscitarse.
¿Qué más pedir? ¿Qué más desear? Una madre, una amante, teniendo la certeza de que su hijo, su amante, está en la alegría, no podría pedir ni desear otra cosa. Y aún tenemos mucho más, pues lo que amamos es la alegría perfecta en sí misma. Cuando esto se sabe, la propia esperanza se torna inútil, pues deja de tener sentido. Lo único que queda esperar es la gracia de no desobedecer. El resto es asunto de Dios y no nos concierne.
…/…

(A la espera de Dios; Simone Weil)

AUTOBIOGRAFÍA - II

AUTOBOIGRAFÍA – II

…No se puede resistir demasiado a Dios, si se hace por pura preocupación por la verdad. Cristo quiere que se prefiera la verdad, pues antes de ser el Cristo, él es la verdad. Si uno se desvía de él para ir en pos de la verdad, no andará largo trecho sin caer en sus brazos.
…/…
La imagen del Cuerpo Místico de Cristo resulta muy seductora. Pero yo interpreto la importancia que actualmente se le concede como uno de los signos más graves de nuestra decadencia. Pues nuestra verdadera dignidad no radica en ser parte de ningún cuerpo, aunque sea místico, aunque sea el de Cristo. Radica en que ‘en el estado de perfección’, que es la vocación de todos, no vivimos ya en nosotros mismos, sino que es Cristo quien vive en nosotros; de manera que, por ese estado, Cristo en su integridad, en su unidad indivisible, se convierte en cierto sentido en cada uno de nosotros de la misma forma que está íntegramente en cada hostia. Las hostias no son parte de su cuerpo.
[…¡en el estado de perfección!... que nos será dado, como todo lo que de verdad merece la pena; pero, mucho me temo que, será a partir del tercer día…]
Esta importancia que actualmente reviste la imagen de cuerpo místico muestra hasta qué punto los cristianos son miserablemente acomodaticios a las influencias externas. Ciertamente hay una viva embriaguez en ser miembro del cuerpo místico de Cristo. Pero, hoy día, numerosos cuerpos místicos que no tienen por cabeza a Cristo procuran, en mi opinión, a sus miembros experiencias embriagadoras de la misma naturaleza.
Se me hace ligero, siendo que lo hago por obediencia, estar privada de la alegría de formar parte del cuerpo místico de Cristo. Pues, si Dios quiere ayudarme, testimoniaré que sin esa alegría se puede no obstante ser fiel a Cristo hasta la muerte. Los sentimientos sociales tienen actualmente tanta fuerza, elevan de tal modo hasta el grado supremo del heroísmo en el sufrimiento y en la muerte, que me parece positivo que algunas ovejas se queden fuera del redil para dar testimonio de que el amor de Cristo es algo esencialmente distinto.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

martes, 24 de enero de 2017

AUBIOGRAFÍA

AUTOBIOGRAFÍA
Tuve tres contactos con el catolicismo verdaderamente cruciales:

Después del año de estancia en la fábrica, antes de volver a la enseñanza, mis padres me llevaron a Portugal; allí los dejé para ir sola a una pequeña aldea. Tenía el alma y el cuerpo hechos pedazos; el contacto con la desdicha había matado mi juventud. Hasta entonces no había tenido experiencia de la desdicha, salvo de la mía, que, por ser mía, me parecía de escasa importancia y que no era, por otra parte, sino una desdicha a medias, puesto que era biológica y no social. Sabía muy bien que había mucha desdicha en el mundo, estaba obsesionada con ella, pero nunca la había constatado mediante un contacto prolongado. Estando en la fábrica, confundida a los ojos de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa anónima, la desdicha de los otros entró en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, pues había olvidado realmente mi pasado y no esperaba ningún futuro, pudiendo difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a aquellas fatigas. Lo que allí sufrí me marcó de tal forma que, todavía hoy, cuando un ser humano, quienquiera que sea y en no importa qué circunstancia, me habla sin brutalidad, no puedo evitar la impresión de que debe haber un error y que, sin duda, ese error va desgraciadamente a disiparse. He recibido para siempre la marca de la esclavitud como la marca de hierro candente que los romanos ponían en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces me he considerado siempre una esclava.
Con este estado de ánimo y en unas condiciones físicas miserables, llegué a ese pequeño pueblo portugués, que era igualmente miserable, sola, por la noche, bajo la luna llena, el día de la fiesta patronal. El pueblo estaba al borde del mar. Las mujeres de los pescadores caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y entonaban cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada podría dar una idea de aquello. Jamás he oído algo tan conmovedor, salvo el canto de los sirgadores del Volga. Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo era por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos.
En 1937 pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa María degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas.
En 1938 pasé diez días en Solesmes, del domingo de Ramos al martes de Pascua, siguiendo los oficios. Tenía intensos dolores de cabeza y cada sonido me dañaba como si fuera un golpe; un esfuerzo extremo de atención me permitía salir de esta carne miserable, dejarla sufrir sola, abandonada en su rincón, y encontrar una alegría pura y perfecta en la insólita belleza del canto y las palabras. Esta experiencia me permitió comprender mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha. Evidentemente, en el transcurso de estos oficios, el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre.
…/…
Este poema, que alguien me dio a conocer, lo he aprendido de memoria y a menudo, en el momento culminante de las violentas crisis de dolor de cabeza, me he dedicado a recitarlo poniendo en él toda mi atención y abriendo mi alma a la ternura que encierra. Creía repetirlo solamente como se repite un hermoso poema, pero, sin que yo lo supiera, esa recitación tenía la virtud de una oración. Fue en el curso de una de esas recitaciones, como ya he narrado, cuando Cristo mismo descendió y me tomó.
AMOR
El Amor me acogió, mas mi alma se apartaba,
culpable de polvo y de pecado.
Pero el Amor que todo lo ve, observando
mi entrada vacilante
se acercó hasta mí, diciéndome con dulzura:
¿hay algo que eches en falta?
Un invitado, respondí, digno de encontrarse aquí.
Tú serás ese invitado, dijo el Amor.
¿Yo, el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi amado!
yo no puedo mirarte.
El Amor tomó mi mano y replicó sonriente:
¿quién ha hecho esos ojos sino yo?
Es cierto, señor, pero yo los ensucié; que mi vergüenza
vaya donde se merece.
¿Y no sabes, dijo el Amor, quién ha tomado sobre sí la culpa?
¡Mi amado! Entonces, podré quedarme…
Siéntate, dijo el Amor, y degusta mis manjares.
Así que me senté y comí.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

A LA ESPERA DE DIOS. Vacilaciones ante el bautismo

A LA ESPERA DE DIOS
(Enero – Junio 1942)

VACILACIONES ANTE EL BAUTISMO
La inhibición que me retiene fuera de la Iglesia es debido o bien al estado de imperfección en que me encuentro, o bien a que mi vocación y la voluntad de Dios se oponen a ello. En el primer caso, no puede remediar directamente esta inhibición, sino sólo de forma indirecta, haciéndome menos imperfecta si la gracia me ayuda. Para ello, es preciso, por una parte, esforzase en evitar las faltas en el ámbito de las cosas naturales y, por otra, poner siempre más atención y amor en el pensamiento de Dios. Si la voluntad de Dios es que yo entre en la Iglesia, él me impondrá esa voluntad en el momento preciso en que yo merezca que me la imponga.
En el segundo caso, si su voluntad no es que yo entre, ¿cómo entonces podría entrar? Sé muy bien lo que usted me ha repetido con frecuencia: que el bautismo es la vía común de salvación –al menos en los países cristianos- y que no hay absolutamente ninguna razón para que yo cuente con una vía excepcional. Esto es evidente. Pero, sin embargo, en el caso de que, de hecho, no me correspondiera seguir ese camino, ¿qué podría hacer? Si fuera concebible que uno se condenara obedeciendo a Dios y se salvara desobedeciéndole, elegiría de todas formas la obediencia.
Creo que la voluntad de Dios no es que yo entre en este momento en la Iglesia. Pues, como ya le dije antes, y sigue siendo verdad, la inhibición que me retiene no se deja sentir con menos fuerza en los momentos de atención, de amor y de oración que en los restantes. Y, no obstante, he experimentado una gran alegría oyéndole decir que mis pensamientos, tal como se los he expuesto, no son incompatibles con la pertenencia a la Iglesia y que, por consiguiente, no le soy extraña en espíritu.
No puede dejar de preguntarme si, en estos tiempos en que una parte tan considerable de la humanidad se encuentra sumida en el materialismo, no querrá Dios que existan hombres y mujeres que, entregados a él y a Cristo, permanezcan sin embargo fuera de la Iglesia.
En todo caso, cuando me imagina concretamente y como algo que podría estar próximo al acto por el cual entraría en la Iglesia, ningún pensamiento me apena más que el de separarme de la masa inmensa y desdichada de los no creyentes. Tengo la necesidad esencial, la vocación –pues creo que puedo llamarla así- de moverme entre los hombres y vivir en diferentes medios humanos fundiéndome con ellos, adoptando su mismo color, en la medida al menos en que la conciencia no se oponga, desapareciendo en ellos, a fin de que se muestren tal como son sin que tengan que disfrazarse para mí. Quiero conocerlos para amarlos tal como son. Pues si no los amo tal como son, no es a ellos a quienes amo y mi amor no es verdadero. No hablo de ayudarles, pues hasta ahora, desgraciadamente, soy completamente incapaz de hacerlo. Creo que de ningún modo entraría nunca en una orden religiosa para no separarme por un hábito del común de los mortales. Hay seres humanos para los que esta separación no ofrece inconvenientes graves, pues están ya separados del conjunto de los hombres por la naturaleza natural de su alma. En cuanto a mí, por el contrario –como creo haberle dicho ya-, llevo en mí misma el germen de todos los crímenes o poco menos. Me hice especialmente consciente de ello en el curso de un viaje, en circunstancias que ya le he relatado. Los crímenes me producían terror, mas no me sorprendían; sentía su posibilidad dentro de mí y, precisamente por sentir en mí misma esa posibilidad, me horrorizaban. Esta disposición natural es peligrosa y muy dolorosa, pero como toda disposición natural puede ponerse al servicio del bien si se sabe hacer un uso adecuado de ella con el auxilio de la gracia. Implica una vocación, la de mantenerse de alguna manera en el anonimato, dispuesto a mezclarse en cualquier momento con la masa común de la humanidad. Ahora bien, en nuestros días, el estado de los espíritus es tal que hay una barrera más marcada, una separación más tajante, entre un católico practicante y un no creyente que entre un religioso y un laico.
Conozco las palabras de Cristo: “De aquel que se avergonzare de mí delante de los hombres, me avergonzaré yo delante de mi Padre”. Pero avergonzarse de Cristo quizá no signifique para todos y en todos los casos no adherirse a la Iglesia. Para algunos puede significar solamente no ejecutar los preceptos de Cristo, no irradiar su espíritu, no honrar su nombre cuando se presenta la ocasión, no estar dispuesto a morir por fidelidad a él.
Debo decirle la verdad, aun a riesgo de contrariarle y por más que contrariarle me resulte extremadamente penoso. Amo a Dios, a Cristo y la fe católica tanto como a un ser tan miserablemente insuficiente le sea dado amarles. Amo a los santos a través de sus textos y de los escritos relativos a sus vidas –a excepción de algunos a los que me es imposible amar plenamente o considerar como santos-. Amo a los seis o siete católicos de espiritualidad auténtica que el azar me ha llevado a encontrar en el curso de mi vida. Amo la liturgia, los cánticos, la arquitectura, los ritos y las ceremonias católicas. Pero no siento en modo alguno amor por la Iglesia propiamente dicha, al margen de su relación con todas las cosas a las que amo. Puedo simpatizar con quienes sienten ese amor, pero yo no lo experimento. Sé muy bien que todos los santos lo experimentaron. Pero también casi todos ellos nacieron y crecieron en el seno de la Iglesia. Sea como fuere, el amor no surge por propia voluntad. Todo lo que puede decir es que, si ese amor constituye una condición de progreso espiritual –cosa que ignoro- o forma parte de mi vocación, deseo que algún día me sea concedido.
Bien podría ser que una parte de los pensamientos que acabo de exponerle sea ilusoria y mala. Pero, en cierto sentido, poco importa; no quiero analizar más; después de todas estas reflexiones ha llegado a una conclusión, que es la resolución pura y simple de no volver a pensar en la cuestión de mi eventual entrada en la Iglesia.
Es muy posible que después de haber estado sin reflexionar sobre ello durante semanas, meses o años, sienta un día el impulso irresistible de solicitar inmediatamente el bautismo y vaya corriendo a pedirlo. Pues oculto y silencioso es el camino por el que la gracia se adentra en los corazones.
Puede ocurrir que mi vida llegue a su término sin haber experimentado jamás ese impulso. Pero una cosa es absolutamente cierta: si llega el día en que yo ame a Dios lo suficiente para merecer la gracia del bautismo, recibiré esa gracia ese mismo día, indefectiblemente, bajo la forma que Dios quiera, sea por medio del bautismo propiamente dicho, sea de cualquier otra forma. ¿Por qué entonces, preocuparse? No es en mí en quien debo pensar, sino en Dios. Es Dios quien debe pensar en mí.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

domingo, 22 de enero de 2017

DESEO DE DIOS Y ABANDONO EN DIOS: EL MUNDO AL REVÉS

DESEO DE DIOS Y ABANDONO EN DIOS…
EL MUNDO AL REVÉS

Con Dios debemos andar de la salida del sol hasta su ocaso, no podemos limitar su presencia a momentos fijos y estereotipados, sino que cualquier momento y lugar del día deben estar abiertos al encuentro con Él, y nuestro corazón dispuesto a cantar para Él, darle gracias, alabarle, confiarle tus problemas, ofrecerle tu trabajo, tus preocupaciones, tus dolores y tus alegrías.
Si no tuviéramos tanta prisa por perder el tiempo, nos daríamos cuenta que viene junto a nosotros hombro con hombro, que nos hace vivir “a dos”, no en la soledad de nuestra conciencia, sino en la cercanía de Alguien que “es más interior a nosotros que nosotros mismos”.
Todo queda transformado en su presencia. Si intentásemos vivir así al menos un día de nuestra vida nos maravillarían nuestras noches.
Pero, para los cristianos, el acceso a Dios es imposible si no “simpatizamos” con lo que es su inclinación fundamental; si, de alguna manera, no hacemos nuestra su pasión por “alzar y levantar” a nuestros hermanos de situaciones inhumanas. Si no nos vamos contagiando de esa pasión de Dios por los pequeños y los débiles y no vamos intentando pequeñas acciones en esa dirección, nuestra oración es un engaño y, en vez de relacionarnos con el Dios de Jesús, lo estamos haciendo con un ídolo.
Tenemos en contra a “nuestro alrededor” que una y otra vez nos empuja a “mirar hacia arriba”, donde está el brillo del dinero, de la fama; nadie suele atraer nuestra atención “hacia abajo”. En general, tenemos todas las facilidades para desviar la atención del dolor, de la injusticia y de aquellos que la padecen; andamos tan distraídos o acelerados por llegar a no se sabe qué “templos”, como el levita y el sacerdote de la parábola, que no miramos a la cuneta de los caminos donde yace tanta gente herida…    …hasta que nos descubrimos allí.
(Simone Weil)


PRÓLOGO

PRÓLOGO

PRÓLOGO

EL entró en mi habitación y me dijo: “Miserable que no comprendes nada, que no sabes nada. Ven conmigo y te enseñaré cosas que tú no conoces”. Yo lo seguí.
Me condujo a una iglesia nueva y fea. Me llevó frente a un altar y me dijo: “Ponte de rodillas”. Yo le contesté: “No he sido bautizada”. Me respondió: “Ponte de rodillas frente a este sitio, con amor, como si estuvieras delante del lugar donde existe la verdad”. Yo lo obedecí.
Él me hizo salir y subir hasta un ático desde donde se veía, a través de la ventana abierta, toda la ciudad, algunos andamios de madera y, al fondo, el río por donde los barcos se dirigían al puerto. Me pidió que me sentara.
Estábamos solos. Él habló. A veces alguien entraba, participaba en la conversación, y después partía.
No era ya invierno. Pero todavía no llegaba la primavera: las ramas de los árboles estaban desnudas, sin retoños, en medio de un aire frío y lleno de sol. La luz aumentaba, resplandecía y disminuía, luego las estrellas y la luna entraban por la ventana. Después la aurora volvía a aparecer.
En ocasiones él se callaba, sacaba de un cajón un pan y lo compartíamos. Ese pan en verdad sabía a pan. Nunca más he vuelto a encontrar ese sabor. Él me servía y se servía vino que tenía el sabor del sol y de la tierra donde estaba construida la ciudad.
A veces nos tirábamos sobre el piso del ático, y la dulzura del sueño descendía sobre mí. Luego yo me despertaba y bebía la luz del sol.
Él me había prometido una enseñanza, pero nunca me enseñó nada. Platicábamos sobre toda clase de cosas, sin ton ni son, como lo hacen los viejos amigos.
Un día él me dijo: “Ahora, vete”. Caí de rodillas y abracé sus piernas, suplicándole que no me echara fuera. Pero él me aventó por la escalera. Bajé sin saber nada, con el corazón hecho pedazos. Caminaba por las calles y entonces me di cuenta que no sabía para nada dónde se encontraba la casa.
Nunca más intenté volver a encontrarla. Comprendí que él había venido a buscarme por error. Mi lugar no estaba en ese ático. Mi lugar está no importa dónde: en una celda de prisión, o en uno de esos salones burgueses con sillones de terciopelo rojo, o hasta en una sala de espera de estación de tren. No importa dónde, pero no en ese ático.
No puedo yo impedirme a veces, con temor y con remordimientos, dejar de repetirme lo que él me dijo. Pero, ¿cómo saber si me acuerdo exactamente de sus palabras? Él no está ya ahí para decírmelas.
Yo sé bien que él no me ama. ¿Cómo podría amarme? Y sin embargo, en el fondo de mí, alguna cosa, un punto de mí misma, no puede impedirse pensar que tal vez, a pesar de todo, él me ama.
(Simone WEIL; 1941 o 1942)


EL NIÑO

EL NIÑO

En el hambre de Dios, ateísmo y fe se conjugan, en la medida en que ambos son un grito desgarrado del deseo. En este grito se encuentra la única certeza existencial del yo y de Dios:
«El alma sólo sabe con certeza que tiene hambre y lo importante es que grite su hambre. Un niño no deja de gritar porque se le sugiere que quizá no haya pan. Gritará de todas formas. El peligro no es que el alma dude de su hay o no pan, sino que se deje persuadir por la mentira de que no tiene hambre. No es posible persuadirla sino por una mentira, pues la realidad de su hambre no es una creencia sino una certeza».
Él expresa así su hambre con el único medio que tiene a su disposición y prefigura el grito del hombre, su escisión íntima e insaciable, su hambre y su sed de absoluto. La no satisfacción de esta hambre fija al alma en el estado de deseo eterno. El grito del niño es símbolo del deseo de absoluto:
«Si el alma gritara hacia Dios su hambre de pan de vida, sin ninguna interrupción, infatigablemente, como grita un recién nacido al que su madre olvida de dar de mamar… Que los gritos que yo lanzaba cuando tenía una o dos semanas resuenen en mí sin interrupción por la leche que es la semilla del Padre. La leche de la Virgen, la simiente del Padre –la tendré si grito para tenerla-. Es la primera técnica que se ha dado al ser humano, el grito. Se grita para conseguir lo que el trabajo no procurará jamás».

(Simone Weil & Cía.)

SIMONE WEIL, SIMONE DE BEAUVOIR Y JACQUES MARITAIN

SIMONE WEIL, SIMONE DE BEAUVOIR Y JACQUES MARITAIN

«Me intrigaba la fama que tenía de inteligente y por su manera de vestir; deambulaba por el patio de la Sorbona escoltada por un grupo de exalumnos de Alain; llevaba siempre en uno de los bolsillos un número de “Libres propos” y en el otro un ejemplar de  “L’humanité”. Una gran hambruna acababa de asolar China. Me contaron que cuando lo supo se puso a llorar […]
 Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella. No recuerdo cómo comenzó la conversación; afirmó de manera tajante que sólo había una cosa importante: hacer una revolución capaz de saciar el hambre de todos los hombres. Yo contesté que el problema no consistía en la lucha por la felicidad de los hombres, sino en dar sentido a su existencia. Entonces me miró y me contestó tajantemente: “Se nota que usted nunca ha pasado hambre”. Nuestra relación acabó allí. Me percaté de que me había catalogado como una pequeña burguesa espiritualista, lo que me irritó… Yo me consideraba emancipada de mi clase» (S. Beauvoir, Memories d’une fille rangée).
«Por ejemplo, un amante de la Grecia antigua que leyera en el último libro de Maritain: “los mayores pensadores de la Antigüedad no pensaron en condenar la esclavitud”, citaría a Maritain ante uno de estos tribunales. Aportaría el único texto importante que nos ha llegado sobre la esclavitud, el de Aristóteles. Haría leer a los magistrados la siguiente frase: “algunos afirman que la esclavitud es absolutamente contraria a la naturaleza y la razón”. Haría observar que nada permite suponer que entre esos “algunos” no estén los más grandes pensadores de la Antigüedad. El tribunal censuraría a Maritain por haber impreso una afirmación falsa cuando le era tan fácil evitar el error, que constituye, aunque sea involuntariamente, una calumnia atroz contra toda una civilización. Todos los periódicos diarios, semanales o de otro tipo, las revistas y la radio estarían obligados a poner en conocimiento del público la censura del tribunal y, en su caso, la respuesta de Maritain. En este caso concreto difícilmente podría darla».

(Simone Weil & Cía.)

sábado, 21 de enero de 2017

LO BELLO COMO ENCARNACIÓN

LO BELLO COMO ENCARNACIÓN

Lo bello no está del lado del lujo, del artificio, de la imaginación, sino del lado de la verdad, del anonimato, de la desnudez de la criatura. «Descender en la escala de la fuerza sin estar obligado […] aceptar que somos anónimos, que pertenecemos a la materia humana» es conforme al dicho evangélico según el cual el que se humilla será ensalzado: esto significa tomar como modelo a Cristo, que se hace materia en la eucaristía, pero también imitar la humildad de la materia, cuya conformidad con la necesidad es perfecta obediencia a Dios.
Durante la vía, radicalmente antiplatónica, que conduce a la belleza a través del trabajo manual, la pobreza y la desnudez, no tenemos que ver necesariamente el cuerpo como tumba del alma, según la consideración de Platón, ni la materia como gravedad, sino que podemos concebir a ambos como espejos de luz. Tal vez no es casualidad que sea una figura femenina, la de la Virgen, la que represente la humildad de la materia, porque lo femenino, menospreciado en una larga historia de misoginia y siempre reducido a la vertiente de la corporalidad y la materia frente al espíritu, resulta adecuado para encarnar aquel descenso que, con la renuncia al prestigio y a la imaginación, nos hace anónimos, nuda materia humana:
«La leche de la Virgen es la belleza del mundo. El mundo es perfectamente puro desde el punto de vista de la belleza.
Gracias a la sabiduría de Dios, que ha puesto en este mundo la marca del bien bajo la forma de belleza, se puede amar el Bien a través de las cosas del mundo. Esta docilidad de la materia, esa cualidad maternal de la naturaleza, se ha encarnado en la Virgen».

(Simone Weil & Cía.)

LA VERDAD DE DIOS

LA VERDAD DE DIOS

«No es por la forma en que un hombre habla de Dios, sino por la forma en que habla de las cosas terrenas, como se puede discernir mejor si su alma ha permanecido en el fuego del amor de Dios».
«Pensar en Dios, amar a Dios, no es más que una cierta manera de pensar el mundo».
«No soy católica pero nada de lo católico, nada de lo cristiano me es ajeno. A veces me digo que sólo con que a la puerta de la iglesia hubiera un cartel diciendo que se prohíbe la entrada a todo aquel que tenga un sueldo superior a una determinada cantidad, me convertiría».
Aquello que más necesitamos y que más nos realiza como personas lo hemos de recibir “gratuitamente” para que no se falsifique (el amor, por ejemplo).
Escribió Angelus Silesius: “La rosa es sin porqué / florece porque florece / no se cuida de sí misma / ni pregunta si la ven”.
No hay justificación para la gracia, ni su experiencia más profunda, la belleza, la pureza.
« […] la idea de pureza, con todo lo que esta palabra puede implicar para un cristiano, se adueñó de mí a los dieciséis años, tras  haber atravesado durante algunos meses las inquietudes sentimentales propias de la adolescencia. La idea me surgió durante la contemplación de un paisaje de montaña y poco a poco se me ha impuesto de manera irresistible».
«En 1937 pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola, en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa María de los Ángeles, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas».
La única fuerza de este mundo es la belleza [“La belleza salvará al mundo” Fiodor Dostoievsky, El idiota]. Pero estamos hablando de una belleza relacionada con el amor auténtico de Dios.
Gn 9,13-16.- La presencia del Arco Iris en el cielo con su injustificada belleza, después de una catástrofe como la del Diluvio, nos convence, de que a pesar de la calamidad, hay una razón para seguir esperando, una señal de que Dios está de nuestro lado (señal de “alianza”). Y ese mensaje no lleva a quedarse contemplando el cielo o “consumiendo belleza” al margen de las víctimas del Diluvio, sino que lleva a trabajar con nueva fuerza y nueva esperanza por la reconstrucción de la tierra devastada. Quizá por eso la belleza sea como el anuncio de que el dolor pide otra eternidad que es una eternidad que le redima.

(Simone Weil & Cía.)

LA VERDAD COMO PASIÓN Y COMPASIÓN

LA VERDAD COMO PASIÓN Y COMPASIÓN

«Así como Dios está presente mediante la consagración eucarística en la percepción sensible de un trozo de pan, también lo está en el mal extremo mediante el dolor redentor, mediante la cruz… A la inocencia el dolor le es a la vez completamente exterior y completamente esencial… Un inocente que sufre derrama por encima del mal la luz de la salvación. Él es la imagen visible del Dios inocente. Ésa es la razón de que un Dios que ama al hombre, y un hombre que ama a Dios deban sufrir».
Por eso, no son la fuerza y el poder los que nos conducen al conocimiento y al amor de Dios. Una tal ilusión sería, por el contrario, le esencia de la que está hecho el pecado original. «Eva y Adán pretendieron buscar la divinidad en la energía vital. Un árbol, un fruto. Pero la divinidad está dispuesta para nosotros en madera muerta, cortada geométricamente a escuadra, de la que cuelga un cadáver».
La verdad pende de un madero; en eso consiste llegar al centro del amor, a aquel punto en que se experimenta lo más profundo del sufrimiento; y llegar ahí sin cesar de amar. Quizá haya ahí una condición de acceso a la esencia central, pura, no sensible, común a la alegría y al sufrimiento, que es el amor mismo de Dios.
«La Trinidad y la Cruz son los dos polos del cristianismo, las dos verdades esenciales; una la alegría perfecta, la otra la perfecta desdicha. El conocimiento de una y otra y de su misteriosa unidad es indispensable; pero en este mundo la condición humana nos coloca infinitamente lejos de la Trinidad, al pie mismo de la cruz. La cruz es nuestra patria».
Nuestro misterio pascual no deja de proclamar una y otra vez que sólo el amor puede abrir caminos para el diálogo humano allí donde éste parece humanamente imposible.

(Simone Weil & Cía.)

LA CRUZ, LA COMPASIÓN Y EL PECADO DE ENVIDIA

LA CRUZ, LA COMPASIÓN Y EL PECADO DE ENVIDIA

La cruz, centro de nuestra experiencia espiritual, es lugar de belleza y posibilidad de fe al mismo tiempo que contradicción aguda y desgarradora. Siendo contradicción, sin embargo, la cruz es igualmente liberación. Liberación de la ilusión de la imaginación delante de la desnudez y de la muerte. Sólo la cruz permite una correlación de los contrarios, que quedan así sometidos a la persona, sin someterla, ya que destruyen los apegos particulares y los sustituyen por un apego mayor. Es también la cruz la que permite al ser humano mirar de verdad hacia Dios y ver a distancia lo que le aleja del ser divino. Como mirar la cruz es mirar hacia abajo, la imaginación no corre el riesgo de mezclarse y engañar al ser humano:
«Para que sintamos la distancia entre Dios y nosotros, es preciso que Dios sea un esclavo crucificado. Porque sólo sentimos distancia respecto de lo bajo. Es mucho más fácil ponerse con la imaginación en el lugar de Dios creador que en el lugar de Cristo crucificado».
«En lo referente a mi amor a Dios, falto de una manera horrible, pues siempre que pienso en la crucifixión de Cristo cometo el pecado de envidia».

(Simone Weil & Cía.)

EL DOLOR Y LA DESGRACIA

EL DOLOR Y LA DESGRACIA
…otra forma de amor implícito a Dios.

Hay un sufrimiento extremo que se transforma en el gran enigma de la vida y, precisamente, en este enigma es donde encontramos la iluminación más intensa de la verdad. La máxima verdad sobre la condición humana se encuentra en ese lugar vacío en que se manifiesta lo que realmente somos, cuando desaparece todo lo que creíamos ser, es decir, cuando las circunstancias nos han privado de todo aquello que nos parecía parte de nosotros.
«En este mundo sólo los seres caídos en el último grado de la humillación, muy por debajo de la mendicidad, no sólo sin consideración social, sino mirados por todos como desprovistos de la primera dignidad humana, la razón, sólo ellos tienen de hecho la posibilidad de decir la verdad. Todos los otros mienten».
Por eso Cristo es la llave del conocimiento, entre otras muchísimas cosas…, el que nos muestra que la justicia es la eterna fugitiva del campo de los vencedores.
¿El único bien posible?... «quizá el instante de la muerte, norma y finalidad de la vida… el instante en el que, durante una fracción infinitesimal de tiempo, la verdad pura, desnuda, cierta, eterna, entra dentro del alma».

(Simone Weil & Cía.)

SUFRIMIENTO Y FELICIDAD

SUFRIMIENTO Y FELICIDAD

En la desdicha misma es donde resplandece la misericordia de Dios. En lo más hondo, en el centro de su amargura inconsolable. Si, perseverando, caemos en el amor hasta el punto en que el alma no puede reprimir el grito «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», si permanecemos en ese punto sin dejar de amar, entonces acabamos por tocar algo que no es la desdicha, que no es la felicidad, que es la esencia central, esencial, pura, no sensible, común a la felicidad y al sufrimiento, y que es el amor mismo de Dios.
Entonces sabemos que la felicidad es la dulzura del contacto con el amor de Dios, que la desdicha es la herida de ese mismo contacto cuando es doloroso, y que sólo importa el propio contacto, no su modalidad… Pero sabemos de manera cierta que el Amor de Dios por nosotros es la sustancia de esa amargura y de esta mutilación.

(Simone Weil)

LA VERDAD ESTÁ DEL LADO DE LA MUERTE

LA VERDAD ESTÁ DEL LADO DE LA MUERTE

Y entonces despertamos un día dándonos cuenta de que no aspiramos a ser sino una nada que transmita el infinito, porque nos ha sido dado descubrir que la verdad está del lado de la muerte. Por eso ya no nos atrevemos a juzgar, conscientes de que todas las faltas son iguales; no hay más que una falta: no querer alimentarse de luz.
Los empeñados en su mediocridad, no porque lo sean, que jamás han conocido el deslumbramiento de una revelación personal y cuyo bagaje intelectual se compone de un lote de opiniones prefabricadas e intercambiables, consideran sin problemas como un signo de orgullo o de terquedad esta fidelidad a la evidencia y este arrojo en la fe que sublevan el alma de los que bebiendo de todos los manantiales aún siguen sin apagar la sed. Están a mil leguas de sospechar que algunos no tienen problemas por abrirse a lo que les es dado contemplar, lo que otros no ven y que, aunque uno esté rodeado de ciegos –cosa que, en general ocurre con las cosas del espíritu, en la que la ceguera es la regla y la clarividencia la excepción-, no hay presunción alguna en decir: yo veo. El que, justamente a mediodía, se obstina en afirmar que hay mucha luz, a pesar de todo, no es un orgulloso: no hace más que dar testimonio de la luz que lo deslumbra…
El místico puede afirmar con certeza que él “ha visto”, el peligro de error comienza cuando quiere precisar “lo que ha visto”.
Si de verdad pretendemos realizar el camino debemos comenzar por desprendernos de todos los bienes y esperar. La experiencia demuestra que esta espera es satisfecha. Entonces nos es dado el bien absoluto. Ese desapego debe ser total: “Aunque sólo quedara un hilo, todavía habría apego”. Todas las faltas son iguales y se resumen en una sola que las contiene a todas en potencia: el rechazo al vacío absoluto, la necesidad de ídolos para colmar ese vacío. Ésta es la dialéctica del Todo y la Nada de san Juan de la Cruz: tanto si el pájaro está atado a la tierra por el cable más fuerte como si lo está por el hilo más fino, no vuela…/.

(Simone Weil & Cía.)