sábado, 25 de marzo de 2017

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IVº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IVº
Los amantes, los amigos, tienen dos deseos. Uno, amarse hasta el punto de entrar uno en el otro y formar un solo ser. El otro, amarse tanto que aun estando cada uno en una punta del globo, su unión no sufra por ello merma alguna. Todo lo que el hombre desea vanamente en este mundo es perfecto y real en Dios. Todos esos deseos imposibles están en nosotros como una marca de nuestro destino y son buenos en el momento en que ya no aspiramos a realizarlos.
El amor entre Dios y Dios, que es el mismo Dios, es ese vínculo de doble virtud que une a dos seres hasta el punto de ser uno solo, sin que puedan ser diferenciados, y que se extiende por encima de la distancia aboliendo la separación infinita. La unidad de Dios en la que toda pluralidad desaparece, el abandono en que cree encontrarse Cristo sin dejar de amar perfectamente al Padre, son dos formas de la virtud divina del único amor, que es el mismo Dios.
Dios es tan esencialmente amor, que la unidad, que es en cierto sentido lo que le define, es un simple efecto del amor. Y a la infinita virtud unificadora de ese amor corresponde la infinita separación, sobre la que la virtud unificadora triunfa, que es la creación desplegada a través de la totalidad del espacio y el tiempo, hecha de materia mecánicamente brutal, interpuesta entre Cristo y su Padre.
A nosotros, seres humanos, nuestra miseria nos da el privilegio infinitamente precioso de participar de esa distancia establecida entre el Hijo y el Padre. Pero esa distancia sólo es separación para los que aman. Para los que aman, la separación, aunque dolorosa, es un bien, pues es amor. La propia angustia de Cristo abandonado es un bien. Para nosotros no puede haber en este mundo mayor bien que participar de ella. Aquí, Dios no puede estar perfectamente presente a causa de la carne. Pero puede estar, en la extrema desdicha, casi perfectamente ausente. Es nuestra única posibilidad de perfección sobre la tierra. Por eso la cruz es nuestra única esperanza. “Ningún bosque tiene un árbol semejante, con esa flor, ese follaje y esa semilla”.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

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