miércoles, 15 de marzo de 2017

EL AMOR A LAS PRÁCTICAS RELIGIOSAS

EL AMOR A LAS PRÁCTICAS RELIGIOSAS
La virtud de las prácticas religiosas consiste en la eficacia del contacto con lo que es perfectamente puro para la destrucción del mal. Nada en este mundo es perfectamente puro salvo la belleza total del universo, que no podemos experimentar directamente hasta haber avanzado considerablemente en el camino de la perfección. Por otra parte, esa belleza total no está encerrada en nada sensible, aunque sea sensible en cierto sentido.
Las cosas religiosas son cosas sensibles particulares, que existen en este mundo, y que son sin embargo perfectamente puras. No por su forma de ser propia, pues la iglesia puede ser fea, los cantos sonar a falso, el sacerdote estar corrompido y los fieles distraídos, pero, en cierto sentido, eso no tiene ninguna importancia. Es lo mismo que si un geómetra, para ilustrar una demostración correcta, traza una figura en las que las rectas están torcidas y los círculos achatados: todo eso carece de importancia. Las cosas religiosas son puras por derecho, teóricamente, por hipótesis, por definición, por convención. Así pues, su pureza es incondicionada. Ninguna mancha puede alcanzarla. Por eso es perfecta. Pero no perfecta a la manera de la yegua de Roland, que con todas las cualidades posibles tenía el inconveniente de no existir. Las convenciones humanas carecen de eficacia a menos que se les añadan móviles que impulsen a los hombres a observarlas. En sí mismas, son simples abstracciones; son irreales y no operan nada. Pero la convención según la cual las cosas religiosas son puras está ratificada por el propio Dios. Por eso es una convención eficaz, una convención que encierra una virtud, que es operativa por sí misma. Esta pureza es incondicionada y perfecta y al mismo tiempo real.
Es ésa una verdad de hecho que, por consiguiente, no es susceptible de demostración; tan sólo, de verificación experimental.
De hecho, la pureza de las cosas religiosas se manifiesta casi siempre bajo la forma de belleza cuando la fe y el amor no están ausentes. Así, las palabras de la liturgia son maravillosamente bellas; y sobre todo es perfecta la oración que para nosotros salió de los propios labios de Cristo. También la arquitectura románica o el canto gregoriano son maravillosamente hermosos.
Pero en el centro mismo hay algo que está enteramente desprovisto de belleza, donde nada manifiesta la pureza, algo que es únicamente convención. Es preciso que así sea. La arquitectura, los cantos, el lenguaje, aun cuando las palabras hayan sido reunidas por Cristo, son algo distinto a la pureza absoluta. La pureza absoluta presente aquí abajo a nuestros sentidos terrestres como cosa particular no puede ser más que una convención que sea convención y nada más. Esa convención situada en el punto central es la eucaristía.
Lo absurdo del dogma de la presencia real constituye su virtud. Exceptuando el simbolismo tan conmovedor del alimento, nada hay en un trozo de pan a lo que el pensamiento orientado hacia Dios pueda fijarse. Así pues, el carácter convencional de la presencia divina es evidente. Cristo no puede estar en un objeto así sino por convención. Y por eso mismo, puede estar perfectamente presente. Dios sólo puede estar presente aquí abajo en lo secreto. Su presencia en la eucaristía es verdaderamente secreta, puesto que ninguna parte de nuestro pensamiento es admitida en lo secreto. Por eso es total.
Nadie se sorprende lo más mínimo ante el hecho de que razonamientos llevados a cabo sobre rectas perfectas y círculos perfectos que no existen tengan aplicaciones efectivas en la técnica. Sin embargo, es algo incomprensible. La realidad de la presencia divina en la eucaristía es más maravillosa pero no más incomprensible.
Podría decirse en un sentido, por analogía, que Cristo está presente en la hostia consagrada por hipótesis, de la misma forma que un geómetra dice que un determinado triángulo tiene dos ángulos iguales por hipótesis.
Es por tratarse de una convención por lo que lo único importante es la forma de la consagración, no el estado espiritual del que consagra.
Si no se tratase de una convención, sería algo humano, al menos parcialmente, y no totalmente divino. Una convención real es una armonía sobrenatural, entendiendo ‘armonía’ en el sentido pitagórico.
Sólo una convención puede realizar en este mundo la perfección de la pureza, pues toda pureza no convencional es más o menos imperfecta. Que una convención pueda ser real es un milagro de la misericordia divina.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

No hay comentarios:

Publicar un comentario