miércoles, 15 de marzo de 2017

PATRIA UNIVERSAL

PATRIA UNIVERSAL…   
El universo es una patria porque es hermoso y puede ser amado por nosotros. Es nuestra única patria en esta vida. Este pensamiento es la esencia de la sabiduría de los estoicos. Tenemos una patria celestial. Pero en cierto sentido es demasiado difícil de amar, puesto que no la conocemos; pero, también y sobre todo, es, en otro sentido, demasiado fácil de amar, porque podemos imaginarla como nos plazca. Y así corremos el peligro de amar una ficción. Si el amor a esa ficción es lo bastante fuerte, hace que toda virtud resulte fácil, pero también de escaso valor. Amemos la patria de aquí abajo. Esta patria es real. Y se resiste al amor. Es ella la que Dios nos ha dado para que sea amada por nosotros. Él ha querido que amarla fuese difícil pero posible.
En este mundo nos sentimos extranjeros, desarraigados, exiliados. Como Ulises, al que unos marineros habían trasladado de sitio durante el sueño y despertaba en un lugar desconocido anhelando Ítaca con un deseo que le desgarraba el alma. De repente, Atenea le abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba en Ítaca. Así, también, todo hombre que desea incansablemente su patria, que no se distrae de su destino ni por Calypso ni por las sirenas, se da cuenta de repente un día de que se encuentra en su patria.
La imitación de la belleza del mundo, la respuesta a la ausencia de finalidad, de intención, de discriminación, es la ausencia de intención en nosotros, la renuncia a la voluntad propia. Ser perfectamente obedientes es ser perfectos como perfecto es nuestro Padre celestial.
Entre los hombres, un esclavo no se hace semejante a su señor obedeciéndole. Por el contrario, cuanto más se somete, mayor es la distancia entre esclavo y señor.
Entre hombre y Dios, la situación es distinta. Una criatura racional se convierte tanto como le corresponde en imagen perfecta del Todopoderoso cuando es absolutamente obediente.
Lo que en el hombre es imagen de Dios es algo que está unido en nosotros al hecho de ser personas, pero no es el hecho en sí mismo. Es la facultad de renunciar a la persona, la obediencia.
Siempre que un hombre se eleva a un grado de excelencia que lo convierte por participación en un ser divino, aparece en él algo impersonal, anónimo. Su voz se rodea de silencio. Esto es manifiesto en las grandes obras de arte y el pensamiento, en las grandes acciones y palabras de los santos.
Es pues verdad en un sentido que hay que concebir a Dios como impersonal; en el sentido de que es el modelo divino de una persona que se autotrasciende al renunciar a sí misma. Concebirlo como una persona todopoderosa o, con el nombre de Cristo, como una persona humana, es excluirse del verdadero amor de Dios. Por eso hay que amar la perfección del Padre celestial en la imparcial difusión de la luz del sol. El modelo divino, absoluto, de esta renuncia en nosotros es la obediencia; éste es el principio creador y ordenador del universo y ésta es la plenitud del ser.
Es porque la renuncia a ser una persona hace del hombre el reflejo de Dios, por lo que resulta tan horrible reducir a los hombres al estado de materia inerte sumiéndolos en la desdicha. Con la condición de persona humana se les quita la posibilidad de renunciar a ella, salvo en el caso de quienes estén ya suficientemente preparados. Así como Dios ha creado nuestra autonomía para que tengamos la posibilidad de renunciar a ella por amor, por la misma razón debemos querer la conservación de la autonomía en nuestros semejantes. Quien es perfectamente obediente considera infinitamente preciosa la facultad humana de libre elección.
De la misma forma no existe contradicción entre el amor a la belleza del mundo y la compasión. Este amor no impide sufrir cuando se es desdichado ni impide sufrir porque otros lo sean. El amor a la belleza del mundo se sitúa en un plano distinto al sufrimiento.
Esta forma de amor, sin dejar de ser universal, supone como forma secundaria y subordinada el amor a todas las cosas preciosas que la mala fortuna puede destruir. Las cosas verdaderamente preciosas son las que constituyen escalones hacia la belleza del mundo, aperturas orientadas hacia ella. Quien ha llegado más lejos, hasta la belleza misma del mundo, no siente por ellas un amor menor, sino mucho más grande que antes.
Entre estas cosas están las realizaciones puras y auténticas del arte y de la ciencia. Y de manera mucho más general, todo lo que envuelve de poesía la vida humana a través de todas las capas sociales. Todo ser humano está arraigado en este mundo por una cierta poesía terrena, reflejo de la luz celestial que es su vínculo, sentido de forma más o menos vaga, con su patria universal. La desdicha es el desarraigo.
Las ciudades humanas, sobre todo, cada una en un nivel mayor o menor según su nivel de perfección, envuelve de poesía la vida de sus habitantes. Son imágenes y reflejos de la ciudad del mundo. Por otra parte, cuanto más forma de nación tienen, cuanto más pretenden ser patria, más deformada y manchada es la imagen que ofrecen. Pero destruir estas ciudades, ya sea material o moralmente, o excluir a los seres humanos de la ciudad precipitándoles entre los desechos sociales, es cortar todo nexo de poesía y de amor entre las almas humanas y el universo. Es sumirlas por la fuerza en el horror de la fealdad. Difícilmente puede imaginarse un crimen mayor. Todos participamos como cómplices en una cantidad casi inumerable de estos crímenes. Si pudiésemos comprenderlo, lloraríamos lágrimas de sangre.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

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