sábado, 25 de marzo de 2017

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIIIº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIIIº

El amor divino ha atravesado la infinitud del espacio y el tiempo para venir de Dios a nosotros. ¿Pero cómo puede rehacer el trayecto en sentido inverso cuando parte de una criatura finita? Cuando la semilla de amor divino depositada en nosotros ha crecido y se ha convertido en árbol, ¿cómo podemos, nosotros que la llevamos, devolverla a su origen, hacer en sentido inverso el viaje que Dios ha hecho hacia nosotros y atravesar la distancia infinita?
Aunque parece imposible, hay un medio que conocemos bien. Sabemos a semejanza de qué está hecho ese árbol que ha crecido en nosotros, ese árbol tan bello, en el que se posan los pájaros del cielo. Sabemos cuál es el más bello de todos los árboles. “Ningún bosque tiene uno semejante”. Aún más terrible que una horca, así es el más hermoso de los árboles. Y una semilla de ese árbol ha sido  puesta por Dios en nosotros sin que supiéramos qué semilla era esa. De haberlo sabido, no habríamos respondido “sí” en el primer momento. Ese árbol ha crecido en nosotros y ya no puede ser arrancado. Sólo la traición podría desarraigarlo.
Cuando se golpea un clavo con un martillo el impacto recibido por la cabeza del clavo pasa íntegramente al otro extremo, sin que nada se pierda, aunque aquel no sea nada más que un punto. Si el martillo y la cabeza del clavo fuesen infinitamente grandes, ocurría de la misma forma, La punta del clavo transmitiría ese choque infinito al punto sobre el que está aplicado.
La extrema desdicha, que es a la vez dolor físico, angustia del alma y degradación social, es ese clavo. La punta está aplicada al centro mismo del alma. La cabeza del clavo es la necesidad repartida por la totalidad del tiempo y el espacio.
La desdicha es una maravilla de la técnica divina. Es un dispositivo sencillo e ingenioso que hace entrar en el alma de una criatura finita esa inmensidad de fuerza ciega, brutal y fría. La distancia infinita que separa a Dios de la criatura se concentra íntegramente en un punto para clavarse en el centro de un alma.
El hombre a quien tal cosa sucede no tiene parte alguna en la operación. Se debate como una mariposa a la que se clava viva con un alfiler sobre un álbum. Pero en medio del horror puede mantener su voluntad de amar. No hay en ello ninguna imposibilidad, ningún obstáculo, casi podría decirse que ninguna dificultad. Pues el dolor más grande, en tanto no llega el desvanecimiento, no afecta a ese punto del alma que da su consentimiento a la buena orientación.
‘Ahora bien, hay que saber que el amor es una orientación y no un estado del alma. Si se ignora, se cae en la desesperación al primer embate de la desdicha’.
Aquel cuya alma permanece orientada hacia Dios mientras está atravesada por un clavo, se encuentra clavado en el centro mismo del universo. Ése es el verdadero centro, que no es su punto medio, que está fuera del espacio y del tiempo, que es Dios. Por una dimensión que no pertenece al espacio y que no es el tiempo, por una dimensión totalmente distinta, ese clavo ha horadado un agujero a través de la creación, en el espesor de la barrera que separa al alma de Dios.
Por esta dimensión maravillosa, el alma puede, sin dejar el lugar y el instante en que se encuentra el cuerpo al cual está ligada, atravesar la totalidad del espacio y el tiempo y llegar a la presencia misma de Dios.
El alma se encuentra en la intercesión de la creación y el creador, que es el punto en el que se cruzan los dos brazos de la cruz.
San Pablo tenía quizá un pensamiento semejante cuando dijo: “para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer al amor de Cristo, que excede todo conocimiento”.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIIº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIIº

Cuando miramos un periódico al revés, vemos las extrañas formas de los caracteres impresos. Cuando lo ponemos al derecho, ya no vemos caracteres sino palabras. El pasajero de un barco azotado por la tempestad siente cada sacudida como una conmoción en sus entrañas. El capitán percibe solamente la compleja combinación del viento, la corriente, el oleaje, con la disposición del barco, su forma, su velamen, su timón.
Como se aprende a leer, como se aprende un oficio, de la misma forma se aprende a sentir en todas las cosas, por encima de todo y casi exclusivamente, la obediencia del universo a Dios. Se trata realmente de un aprendizaje y, como todo aprendizaje, exige tiempo y esfuerzo. Para quien ha llegado al final, no hay más diferencias entre las cosas, entre los acontecimientos, que las percibidas por quien, sabiendo leer, observa una misma frase reproducida varias veces con tinta roja y azul y con caracteres distintos. El que no sepa leer no verá más que diferencias; mas para quien sabe, todas las frases serán equivalentes, puesto que su contenido es el mismo. Para quien ha terminado el aprendizaje, todas las cosas y acontecimientos son siempre la vibración de la misma palabra divina infinitamente dulce. Esto no quiere decir que esta persona no sufra, pues el dolor es la colaboración que toman ciertos acontecimientos, y ante una frase escrita con tinta roja, tanto el que sabe leer como el que no ven igualmente el rojo; pero la coloración no tiene la misma importancia para ambos.
Cuando un aprendiz se hace daño o se queja de cansancio, los obreros, los campesinos, tienen una hermosa expresión: “Es el oficio que entra en el cuerpo”. Cada vez que sufrimos un dolor podemos decir en verdad que es el universo, el orden y la belleza del mundo, la obediencia de la creación a Dios, lo que nos entra en el cuerpo. ¿Cómo no bendecir con el más tierno reconocimiento al Amor que nos envía ese don?
La alegría y el dolor son dones igualmente preciosos, que deben ser íntegramente saboreados, tanto uno o como otro, cada uno en su pureza, sin tratar de mezclarlos. Por la alegría, la belleza del mundo penetra en nuestra alma. Por el dolor entra en el cuerpo. Sólo con la alegría no podríamos ser amigos de Dios, como no se puede llegar a ser capitán con el solo estudio de manuales de navegación. El cuerpo tiene su lugar en todo aprendizaje. En el plano de la sensibilidad física, el dolor es el único contacto con la necesidad que constituye el orden del mundo, pues el placer no encierra la impresión de necesidad. Es una parte más elevada de la sensibilidad la que es capaz de percibir la necesidad en la alegría, y sólo a través del sentimiento de la belleza. Para que la totalidad de nuestro ser llegue un día a ser íntegramente sensible a esa obediencia que es la sustancia de la materia, para que se forme en nosotros un sentido nuevo que permita escuchar el universo entero como la vibración de la palabra de Dios, las virtudes transformadoras del dolor y la alegría son igualmente indispensables. Cuando se presentan, hay que abrir a ambas la totalidad del alma, como se abre la puerta a un mensajero de la persona amada. ¿Qué le importa al amante que el mensajero sea cortés o brutal si le entrega su mensaje?
Pero la desdicha no es el dolor. La desdicha es algo muy distinto a un procedimiento pedagógico de Dios.
La infinitud del espacio y el tiempo nos separan de Dios. ¿Cómo buscarlo? ¿Cómo ir hacia él? Aunque caminásemos durante siglos no haríamos más que girar alrededor de la tierra. Incluso en avión no podríamos hacer otra cosa; no nos es posible ascender verticalmente, no podemos dar un paso hacia los cielos. Dios atraviesa el universo y viene hacia nosotros.
Por encima de la infinitud del espacio y el tiempo, el amor infinitamente más infinito de Dios viene y nos toma. Llega justo a su hora. Tenemos la posibilidad de aceptarlo o rechazarlo. Si permanecemos sordos, volverá una y otra vez como un mendigo., pero también como un mendigo llegará el día en que ya no vuelva. Si aceptamos, Dios depositará en nosotros una pequeña semilla y se irá. A partir de ese momento, Dios no tiene que hacer nada más, ni tampoco nosotros, sino esperar. Pero sin lamentarnos del consentimiento dado, del “sí” nupcial. Esto no es tan fácil como parece, pues el crecimiento de la semilla en nosotros es doloroso. Además, por el hecho mismo de aceptarlo, no podemos dejar de destruir lo que le molesta, tenemos que arrancar las malas hierbas (¿?), cortar la grama; y desgraciadamente esta grama forma parte de nuestra propia carne, de modo que esos cuidados de jardinero son una operación violenta. Sin embargo, en cualquier caso, la semilla crece sola. Llega un día en que el alma pertenece a Dios, en que no solamente da su consentimiento al amor, sino en que, de forma verdadera y efectiva, ama. Debe entonces, a su vez, atravesar el universo para llegar hasta Dios. El alma no ama como una criatura, con amor creado. El amor que hay en ella es divino, increado, pues es el amor de Dios hacia Dios que pasa por ella. Sólo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros sentimientos propios para dejar paso a ese amor en nuestra alma. Esto significa negarse a sí mismo. Sólo para este consentimiento hemos sido creados.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIº

El mar no es menos bello a nuestros ojos porque sepamos que a veces los barcos zozobran. Por el contrario, resulta aún más bello. Si modificara el movimiento de sus olas para salvar un barco, sería un ser dotado de discernimiento y capacidad de elección y no ese fluido perfectamente obediente a todas las presiones exteriores. Es esa obediencia perfecta lo que constituye su belleza.
Todos los horrores que se producen en el mundo son como los pliegues que la gravedad imprime en las olas. Por eso encierran belleza. En ocasiones, un poema, como La Ilíada, hace perceptible esa belleza.
El hombre jamás puede escapar de la obediencia a Dios. Una criatura no puede dejar de obedecer. La única opción que como criatura inteligente y libre se le ofrece al hombre es desear la obediencia o no desearla. Si no la desea, obedece en cualquier caso, perpetuamente, en tanto que está sometida a la necesidad mecánica. Si la desea, sigue las leyes propias de lo sobrenatural. Ciertas acciones se le hacen imposibles, otras se realizan a través de él y a veces casi a pesar suyo.
Tener la sensación de haber desobedecido a Dios significa simplemente haber dejado de desear la obediencia por un tiempo. Naturalmente, en circunstancias iguales, un hombre no realiza las mismas acciones según dé o no dé su consentimiento a la desobediencia; lo mismo que una planta, en circunstancias iguales, no crece de la misma forma si está a la luz o en la oscuridad. La planta no ejerce ningún control, ninguna elección respecto a su crecimiento. Somos como plantas cuya única elección consiste en colocarse o no a la luz.
Cristo nos ha propuesto como modelo la docilidad de la materia, poniéndonos como ejemplo los lirios del campo que no labran ni hilan. Es decir, que no se han propuesto adquirir uno u otro color, que no han puesto su voluntad en movimiento ni han ordenado medios a tal fin, sino que han recibido todo lo que la necesidad natural les aportaba. Si nos parecen infinitamente más bellos que unos suntuosos tejidos no es por ser más lujosos sino por su docilidad. También la tela es dócil, pero dócil al hombre, no a Dios. La materia no es bella cuando obedece al hombre sino cuando obedece a Dios. Si en ocasiones aparece en una obra de arte casi tan bella como en el mar, en las montañas o en las flores, es porque la luz de Dios se ha posado en el artista. Para encontrar bellas las cosas fabricadas por hombres no iluminados por Dios, es preciso haber comprendido con toda el alma que esos hombres no son sino materia que obedece sin saberlo. Para quien se encuentra en ese punto, todo sin excepción es perfectamente bello en este mundo; discierne el mecanismo de la necesidad y saborea en ella la dulzura infinita de la obediencia en todo lo que existe, en todo lo que se produce. Esta obediencia de las cosas es para nosotros, en relación a Dios, lo que es la transparencia de un cristal en relación a la luz. Desde el momento en que sentimos la obediencia en todo nuestro ser, vemos a Dios.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA Vº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA Vº
Este universo en el que vivimos y del que somos una parcela es la distancia establecida por el amor divino entre Dios y Dios. Somos un punto de esa distancia. El espacio, el tiempo y el mecanismo que gobierna la materia son esa distancia. Todo lo que llamamos mal no es sino este mecanismo. Dios ha hecho de tal forma que su gracia, cuando penetra hasta el fondo de un hombre e ilumina desde allí todo su ser, le permite, sin violar las leyes de la naturaleza, caminar sobre las aguas. Pero cuando un hombre se separa de Dios, se abandona simplemente a la gravedad. Podrá pensar entonces que es un ser que quiere y elige, pero no es más que una cosa, una piedra que cae. Si con mirada atenta se mira de cerca las almas y las sociedades humanas, se verá que, allí donde la virtud de la luz sobrenatural está ausente, todo obedece a leyes mecánicas tan ciegas y precisas como la ley de la caída de los cuerpos. Este saber es beneficioso y necesario. Aquellos a los que llamamos criminales no son más que tejas arrancadas de un tejado por el viento que caen al azar. Su única falta es la elección inicial que los ha convertido en tejas.
El mecanismo de la necesidad se refleja en todos los niveles, manteniéndose semejante a sí mismo, en la materia bruta, las plantas, los animales, los pueblos, las almas. Considerado desde el punto en que nos encontramos, de acuerdo a nuestra perspectiva, es completamente ciego. Pero si llevamos nuestro corazón más allá de nosotros mismos, más allá del universo, del espacio y del tiempo, allá donde está nuestro Padre, y miramos desde allí ese mecanismo, ofrecerá un aspecto muy distinto. Lo que parecía necesidad se troca en obediencia. La materia es total pasividad y, por consiguiente, total obediencia a la voluntad de Dios. Para nosotros, un modelo perfecto. No puede tener otro ser que Dios y lo que obedece a Dios. Por su perfecta obediencia, la materia merece ser amada por los que aman al Señor de la materia, como un amante mira con ternura la aguja utilizada por su amada fallecida. La belleza del mundo nos advierte que la materia es merecedora de nuestro amor. En la belleza del mundo la necesidad bruta se convierte en objeto de amor. Nada es tan bello como la gravedad en los pliegues fugaces de las olas del mar o en los casi eternos de las montañas.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IVº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IVº
Los amantes, los amigos, tienen dos deseos. Uno, amarse hasta el punto de entrar uno en el otro y formar un solo ser. El otro, amarse tanto que aun estando cada uno en una punta del globo, su unión no sufra por ello merma alguna. Todo lo que el hombre desea vanamente en este mundo es perfecto y real en Dios. Todos esos deseos imposibles están en nosotros como una marca de nuestro destino y son buenos en el momento en que ya no aspiramos a realizarlos.
El amor entre Dios y Dios, que es el mismo Dios, es ese vínculo de doble virtud que une a dos seres hasta el punto de ser uno solo, sin que puedan ser diferenciados, y que se extiende por encima de la distancia aboliendo la separación infinita. La unidad de Dios en la que toda pluralidad desaparece, el abandono en que cree encontrarse Cristo sin dejar de amar perfectamente al Padre, son dos formas de la virtud divina del único amor, que es el mismo Dios.
Dios es tan esencialmente amor, que la unidad, que es en cierto sentido lo que le define, es un simple efecto del amor. Y a la infinita virtud unificadora de ese amor corresponde la infinita separación, sobre la que la virtud unificadora triunfa, que es la creación desplegada a través de la totalidad del espacio y el tiempo, hecha de materia mecánicamente brutal, interpuesta entre Cristo y su Padre.
A nosotros, seres humanos, nuestra miseria nos da el privilegio infinitamente precioso de participar de esa distancia establecida entre el Hijo y el Padre. Pero esa distancia sólo es separación para los que aman. Para los que aman, la separación, aunque dolorosa, es un bien, pues es amor. La propia angustia de Cristo abandonado es un bien. Para nosotros no puede haber en este mundo mayor bien que participar de ella. Aquí, Dios no puede estar perfectamente presente a causa de la carne. Pero puede estar, en la extrema desdicha, casi perfectamente ausente. Es nuestra única posibilidad de perfección sobre la tierra. Por eso la cruz es nuestra única esperanza. “Ningún bosque tiene un árbol semejante, con esa flor, ese follaje y esa semilla”.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IIIº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IIIº
Los hombres golpeados por la desdicha están al pie de la cruz, casi a la mayor distancia posible de Dios. No hay que pensar que el pecado sea una distancia más grande. El pecado no es una distancia, sino una mala orientación de la mirada.
Hay, es cierto, un vínculo misterioso entre esa distancia y una desobediencia original. Desde el origen, se nos dice, la humanidad apartó su mirada de Dios y ha caminado en dirección equivocada, llegando tan lejos como le ha sido posible. Lo que significa que podía caminar. Pero nosotros estamos clavados al suelo, sometidos a una necesidad, libres tan sólo para orientar la mirada. Un mecanismo ciego, que no tiene en cuenta el grado de perfección espiritual, hace tambalearse continuamente a los hombres, arrojando a algunos al pie mismo de la Cruz. Depende sólo de ellos el conservar o no los ojos orientados hacia Dios en medio de las sacudidas. No es que la providencia de Dios esté ausente. Es por su providencia por lo que Dios ha querido la necesidad como un mecanismo ciego.
Si el mecanismo no fuera ciego, no habría desdicha. La desdicha es ante todo anónima, priva a quienes atrapa de su personalidad y los convierte en cosas. Es indiferente y el frío de su indiferencia es un frío metálico que hiela hasta las profundidades del alma a todos a quienes toca. Éstos no volverán a encontrar el calor, ni volverán a creer nunca que son alguien.
La desdicha no tendrá esta virtud sin la parte de azar que encierra. Quienes son perseguidos por su fe y lo saben, sea lo que fuere lo que tengan que sufrir, no son desdichados. Sólo caen en la desdicha si el sufrimiento o el miedo invaden su alma hasta el punto de hacerles olvidar la causa de la persecución. Los mártires arrojados a las fieras que entraban cantando en la arena no eran desdichados. Cristo sí lo era. Él no murió como mártir. Murió como criminal de derecho común, mezclado con los ladrones, sólo que un poco más ridículo. Pues la desdicha es ridícula.
Sólo la necesidad ciega puede arrojar a los hombres hasta esa distancia extrema, justo al lado de la cruz. Los crímenes humanos que son  causa de la mayor parte de las desdichas forman parte de la necesidad ciega, pues los criminales no saben lo que hacen.
Hay dos formas de amistad, el encuentro y la separación, y ambas son indisociables. Las dos encierran el mismo bien, el bien único, la amistad. Pues cuando dos seres que no son amigos están próximos, no hay encuentro; cuando están alejados, no hay separación. Conteniendo el mismo bien, son igualmente buenos.
Dios se produce y se conoce a sí mismo perfectamente, como nosotros fabricamos y conocemos miserablemente objetos exteriores a nosotros. Pero, ante todo, Dios es amor. Ante todo, Dios se ama a sí mismo. Ese amor, esa amistad en Dios, es la Trinidad. Entre los términos unidos por esa relación de amor divino hay algo más que proximidad, hay proximidad infinita, identidad. Pero por la creación, la encarnación y la pasión, hay también una distancia infinita. La totalidad del espacio, la totalidad del tiempo, imponiendo su espesor, ponen una distancia infinita entre Dios y Dios.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IIº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IIº  
La desdicha hace que Dios esté ausente durante un tiempo, más ausente que un muerto, más ausente que la luz en una oscura mazmorra. Una especie de horror inunda toda el alma y durante esta ausencia no hay nada que amar. Y lo más horrible es que si, en estas tinieblas en las que no hay nada que amar, el alma deja de amar, la ausencia de Dios se hace definitiva. Es preciso que el alma continúe amando en el vacío, o que, al menos, desee amar, aunque sea con una parte infinitesimal de sí misma. Entonces Dios vendrá un día a mostrarle y a revelarle la belleza del mundo, como ocurrió en el caso de Job. Pero si el alma deja de amar, cae en algo muy semejante al infierno (pura desesperación).
Por este motivo, quienes precipitan en la desdicha a quienes no están preparados para recibirla, matan sus almas. Por otra parte, en una época como la nuestra, en que la desdicha está suspendida sobre todos, el servicio a las almas no es eficaz si no las prepara realmente para la desdicha. Lo que no es poco.
La desdicha endurece y desespera porque imprime en el fondo del alma, como un hierro candente, un desprecio, una desazón, una repulsión de sí mismo, una sensación de culpabilidad y de mancha, que el crimen debería lógicamente producir y no produce. El mal habita en el alma del criminal sin que éste lo perciba; la que sí lo percibe es el alma del inocente desdichado. Parece como si el estado del alma que por esencia correspondería al criminal hubiese sido separado del crimen unido a la desdicha, en proporción incluso a la inocencia del desdichado.
Si Job grita su inocencia de forma tan desesperada, es porque él mismo no llega a creerla y porque dentro de sí su alma toma el partido de sus amigos (¿?). Implora el testimonio de Dios porque ya no oye el de su propia conciencia, que no es para él sino un recuerdo abstracto y muerto.
«La naturaleza carnal es común al hombre y al animal. Las gallinas se precipitan a picotazos sobre la que está herida. Es un fenómeno tan mecánico como la gravedad. Todo el desprecio, la repulsión y el odio que nuestra razón asocia al crimen, lo vincula nuestra sensibilidad a la desdicha. Exceptuando a aquellos cuya alma está enteramente ocupada por Cristo, todo el mundo desprecia en mayor o menor grado a los desdichados, aunque casi nadie tenga conciencia de ello».
Esta ley de nuestra sensibilidad es aplicable también respecto a nosotros. El desprecio, la repulsión, el odio, se vuelve en el desdichado contra sí mismo, penetra hasta el centro de su alma y desde allí tiñe con matiz venenoso el universo entero. El amor sobrenatural, si ha sobrevivido, puede impedir este segundo efecto, mas no el primero. El primero es la esencia misma de la desdicha; no hay desdicha allí donde no se produce.
“Fue hecho maldición por nosotros”. No es sólo el cuerpo de Cristo colgado del madero lo que fue hecho maldición, sino toda su alma. De la misma forma, todo inocente se siente maldito en la desdicha. Y otro tanto ocurre con aquellos que estuvieron en la desdicha y salieron de tal situación por un sesgo de la fortuna, si se vieron afectados por ella.
Además, la desdicha hace del alma, poco a poco, su cómplice, inyectando en ella un veneno de inercia. En cualquiera que haya estado en la desdicha durante un tiempo prolongado hay complicidad con su propia desdicha. Esta complicidad obstaculiza cuantos esfuerzos pudiera hacer para mejorar su suerte y hasta la impide buscar los medios para liberarse; a veces le impide, incluso, el deseo mismo de lograrlo. Se encuentra entonces instalado en la desdicha, aunque quienes le rodean pueden creer que está satisfecho. Más aún, esa complicidad puede impulsarle a evitar los medios de liberación, a huir de ellos, ocultándose bajo pretextos en ocasiones ridículos. Aun en el que ha salido de la desdicha, si fue alcanzado por ella hasta el fondo de su alma, subsiste algo que le empuja a precipitarse de nuevo en ella, como si la desdicha estuviera instalada en él a la manera de un parásito y le dirigiera hacia sus propios fines. A veces este impulso es más fuerte que todas las tendencias del alma hacia la felicidad. Si la desdicha llegó a su fin por efecto de la acción benéfica de alguien, puede manifestarse como odio hacia el benefactor; tal es la causa de ciertos actos de salvaje ingratitud aparentemente inexplicables. A veces es fácil liberar a una persona de su desdicha presente, pero es difícil liberarla de su desdicha pasada. Sólo Dios puede hacerlo. Ni siquiera la gracia de Dios cura la naturaleza irremediablemente herida. El cuerpo glorioso de Cristo conserva sus llagas.
No se puede aceptar la existencia de la desdicha más que viéndola como distancia.
Dios ha creado por el amor y para el amor. Dios no ha creado otra cosa que el amor y los medios del amor. Ha creado todas las formas de amor. Ha creado seres capaces de amor en todas las distancias posibles. Él mismo llegó, pues nadie más podía hacerlo, hasta la distancia máxima, hasta la distancia infinita. Esta distancia infinita entre Dios y Dios, desgarramiento supremo, dolor al que nadie se acerca, maravilla del amor, es la crucifixión. Nada puede estar más lejos de Dios que lo que ha sido hecho maldición.
Este desgarramiento por encima del cual el amor supremo tiende el vínculo de la unión suprema resuena perpetuamente a través del universo, desde el fondo del silencio, como dos notas separadas y fundidas, como armonía pura y desgarradora. Ésta es la palabra de Dios. La creación entera no es sino su vibración. Es esto lo que oímos a través de la música humana cuando, en su mayor pureza, nos atraviesa el alma. Es esto lo que más claramente captamos a través del silencio cuando hemos aprendido a escuchar el silencio.
Quienes perseveran en el amor oyen esta nota en el fondo de la degradación a la que les ha llevado la desdicha. A partir de ese momento ya no pueden tener ninguna duda.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

viernes, 24 de marzo de 2017

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA Iº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA Iº           
En el ámbito del sufrimiento, la desdicha es algo aparte, específico, irreductible; algo muy distinto al simple sufrimiento. Se adueña del alma y la marca, hasta el fondo, con una marca que sólo a ella pertenece, la marca de la esclavitud. La esclavitud tal como se practicaba en la antigua Roma es solamente la forma externa de la desdicha. Los antiguos, que conocían bien estas cosas, decían: “Un hombre pierde la mitad de su alma el día que se convierte en esclavo”.
La desdicha es inseparable del sufrimiento físico y, sin embargo, completamente distinta. En el sufrimiento, todo lo que no está ligado al dolor físico o a algo análogo es artificial, imaginario, y puede ser anulado por una disposición adecuada del pensamiento. Incluso en la ausencia o la muerte de un ser amado, la parte irreductible del pesar es algo semejante a un dolor físico, una dificultad para respirar, un nudo que aprieta el corazón, una necesidad insatisfecha, un hambre, o el desorden casi biológico originado por la liberación brutal de una energía hasta entonces orientada por un apego y que deja de estar encauzada. Un dolor que no está concentrado de esta forma en torno a un núcleo irreductible es simple romanticismo, mera literatura. La humillación es también un estado violento de todo el ser corporal que quiere saltar ante el ultraje pero debe contenerse, forzado por la impotencia o por el miedo.
Al contrario, un dolor exclusivamente físico es muy poca cosa y no deja huella ninguna en el alma. El dolor de muelas es un ejemplo. Unas horas de violento dolor ocasionado por un diente picado no son nada una vez que han pasado.
Otra cosa es si se trata de un sufrimiento físico muy largo o muy frecuente. Pero un sufrimiento de esta clase es a menudo algo muy distinto a un sufrimiento; es más bien una desdicha.
La desdicha es un desarraigo de la vida, un equivalente más o menos atenuado de la muerte, que se hace presente al alma de manera ineludible por el impacto del dolor físico o el temor ante su inmediatez. Si el dolor físico está ausente por completo no hay desdicha para el alma, pues el pensamiento puede ser dirigido hacia cualquier otro objeto. El pensamiento huye de la desdicha tan pronta e irresistiblemente como un animal huye de la muerte. Sólo el dolor físico tiene en este mundo la propiedad de encadenar al pensamiento; a condición de que en el dolor físico se incluyan ciertos fenómenos difíciles de describir, pero corporales, que le son rigurosamente equivalentes. El temor al dolor físico, en particular, es de esta especie.
Cuando un dolor físico, aunque sea ligero, fuerza al pensamiento a reconocer la presencia de la desdicha, se produce un estado tan violento como si un condenado fuese obligado a mirar durante horas la guillotina que le va a cortar el cuello. Hay seres humanos que pueden vivir veinte años, cincuenta años, en este estado de violencia. Se pasa a su lado sin advertirlo. ¿Qué hombre podrá reconocerles si el propio Cristo no mira por sus ojos? Se repara tan sólo en que tienen a veces un comportamiento extraño y se censura su conducta.
Sólo hay verdadera desdicha si el acontecimiento que se ha adueñado de una vida y la ha desarraigado la alcanza directa o indirectamente en todas sus partes, social, psicológica, física. El factor social es esencial. No hay realmente desdicha donde no hay degradación social en alguna de sus formas o conciencia de esa degradación.
Entre la desdicha y los dolores que, aun siendo muy violentos, profundos o duraderos, son distintos de la desdicha propiamente dicha, existe a la vez la continuidad y la separación de un umbral, como en la temperatura de ebullición del agua. Hay un límite más allá del cual se encuentra la desdicha, pero no más acá. Este límite no es rigurosamente objetivo, pues en su determinación intervienen toda clase de factores personales. Un mismo acontecimiento puede sumir a un ser humano en la desdicha y no a otro.
El gran enigma de la vida no es el sufrimiento sino la desdicha. No es sorprendente que seres inocentes sean asesinados, torturados, desterrados, reducidos a la miseria o a la esclavitud, encerrados en campos de concentración o en calabozos, puesto que existen criminales capaces de llevar a cabo esas acciones. No es sorprendente tampoco que la enfermedad imponga largos sufrimientos que paralizan la vida y hacen de ella una imagen de la muerte, puesto que la naturaleza está sometida a un juego ciego de necesidades mecánicas. Pero es sorprendente que Dios haya dado a la desdicha el poder de introducirse en el alma de los inocentes y apoderarse de ella como dueña y señora. En el mejor de los casos, aquel a quien marca la desdicha no conserva más que la mitad de su alma.
Quien ha sido alcanzado por uno de esos golpes que hacen que una persona se retuerza por el suelo como un gusano medio aplastado, no tiene palabras para expresar lo que ocurre. Los que le rodean, incluso aquellos que han sufrido mucho, no pueden hacerse idea de lo que significa la desdicha si no han estado en contacto con ella. Es algo específico, irreductible a cualquier otra cosa; como los sonidos, de los que nadie puede dar una idea a un sordomudo. Aquellos que han sido mutilados por la desdicha no están en condiciones de prestar ayuda a nadie y son incapaces incluso de desearlo. Así pues, la compasión para con los desdichados es una imposibilidad. Cuando verdaderamente se produce, es un milagro más sorprendente que el caminar sobre las aguas, la curación de un enfermo o incluso la resurrección de un muerto.
La desdicha obligó a Cristo a suplicar que se apartara de él el cáliz, a buscar consuelo junto a los hombres, a creerse abandonado de su Padre. Obligó también a un justo a gritar contra Dios, un justo tan perfecto como la naturaleza humana lo permite, más aún, quizá, si Job no es tanto un personaje histórico como una representación de Cristo. “Se ríe de la desdicha de los inocentes”. Esto no es una blasfemia sino un auténtico grito arrancado al dolor. El libro de Job es de principio a fin una pura maravilla de verdad y autenticidad. Respecto a la desdicha, todo lo que se aparta de este modelo está manchado, en mayor o menos grado de mentira.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS VIº

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS  VIº      

Todo adolescente amante de Dios, al hacer un ejercicio de latín, debería tratar de parecerse un poco más, por medio de dicho ejercicio, al esclavo que vela y escucha junto a la puerta esperando la llegada de su señor. A su llegada, el señor sentará al esclavo a la mesa, y él mismo le servirá de comer.
Es sólo esa espera, esa atención, lo que obliga al señor a ese derroche de ternura. Cuando el esclavo se ha fatigado hasta el agotamiento en el campo, el señor a su vuelta le dice: “Prepara la comida y sírvemela”. Y le considera un esclavo inútil que hace sólo aquello que se le manda. Ciertamente, hay que cumplir, en lo que atañe a la acción en todo lo que se manda, al precio de cualquier esfuerzo, fatiga y sufrimiento, pues el que desobedece no ama. Pero, hecho todo eso, no se es más que un esclavo inútil. Es ésa una condición del amor, pero no es suficiente. Lo que fuerza al señor a hacerse esclavo de su esclavo, a amarle, no es eso; y menos todavía cualquier búsqueda que el esclavo pudiese emprender temerariamente por propia iniciativa; es únicamente la vigilia, la espera y la atención.
Felices, pues, aquellos que pasan su adolescencia y su juventud formando únicamente ese poder de atención. Sin duda no están más próximos al bien que sus hermanos que trabajan en los campos y en las fábricas. Pero lo están de otra manera. Los campesinos, los obreros, poseen esa cercanía de Dios, de sabor incomparable, que yace en el fondo de la pobreza, de la ausencia de consideración social y de los sufrimientos largos y constantes. Pero consideradas las ocupaciones en sí mismas, los estudios están más próximos a Dios a causa de esa atención que constituye su alma. Aquel que pasa sus años de estudio sin desarrollar la atención, pierde un gran tesoro.
No es sólo el amor a Dios lo que tiene por sustancia la atención. El amor al prójimo, que como sabemos es el mismo amor, está formado de la misma sustancia. Los desdichados no tienen en este mundo mayor necesidad que la presencia de alguien que les preste atención. La capacidad de prestar atención a un desdichado es cosa muy rara, muy difícil; es casi –o sin casi- un milagro. Casi todos los que creen tener esta capacidad, en realidad no la tienen. El ardor, el impulso del corazón, la piedad, no son suficientes.
En la primera leyenda del Graal se dice que el Graal, piedra milagrosa que por la virtud de la hostia consagrada sacia toda hambre, pertenecerá al primero que diga al guardián de la piedra, rey paralítico en las tres cuartas partes de su cuerpo a causa de una dolorosa herida: “¿Cuál es tu tormento?”.
La plenitud del amor al prójimo estriba simplemente en ser capaz de preguntar: “¿Cuál es tu tormento?”. Es saber que el desdichado existe, no como una unidad más en una serie, no como ejemplar de una categoría social que porta la etiqueta “desdichados”, sino como hombre, semejante en todo a nosotros, que fue un día golpeado y marcado con la marca inimitable de la desdicha. Para ello es suficiente, pero indispensable, saber dirigirle una cierta mirada.
Esta mirada es, ante todo, atenta; una mirada en la que el alma se vacía de todo contenido propio para recibir al ser al que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Sólo es capaz de ello quien es capaz de atención.
Por eso es cierto, aunque pueda parecer paradójico, que una traducción latina, un problema de geometría, aunque se hayan resuelto mal, siempre que se les haya dedicado el esfuerzo adecuado, pueden proporcionar mayor capacidad de llevar a un desdichado en el momento culminante de su angustia, si algún día la ocasión de ello se presenta, el socorro susceptible de salvarle.
Para un adolescente capaz de captar esta verdad y lo bastante generoso para desear este fruto antes que ningún otro, los estudios tendrían una plenitud de eficacia espiritual, al margen incluso de toda creencia religiosa.
Los estudios escolares son un campo que encierra una perla por la que vale la pena vender todos los bienes, sin guardarse nada, a fin de poder comprarlo.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS Vº

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS  Vº           

Todos los contrasentidos en las traducciones, todos los absurdos en la solución de los problemas de geometría, todas las torpezas de estilo y los defectos en el encadenamiento de las ideas en los trabajos de francés, tienen su origen en el hecho de que el pensamiento, precipitándose apresuradamente sobre algo y quedando así lleno de forma prematura, no se encuentra ya disponible para acoger la verdad. La causa es siempre la pretensión de ser activo, de querer buscar. Se puede comprobar que así es en cada ocasión, en cada falta, remontándose hasta la raíz. No hay mejor ejercicio que esta comprobación. Pues esta verdad es de las que sólo se aceptan experimentándola una y mil veces. Lo mismo ocurre con todas las verdades esenciales.
‘Los bienes más preciados no deben ser buscados, sino esperados’. Pues el hombre no puede encontrarlos por sus propias fuerzas y, si se pone en su búsqueda, sólo encontrará en su lugar falsos bienes, cuya falsedad no sabrá discernir.
La solución de un problema de geometría no es en sí misma un fin valioso, pero también se le aplica la misma ley, pues es la imagen de un bien que sí lo es. Siendo un pequeño fragmento de verdad particular, es una imagen pura de la Verdad única, eterna y viva, esa Verdad que, con voz humana, dijo un día: “Yo soy la Verdad”.
Visto así, todo ejercicio escolar se asemeja a un sacramento.
Hay para cada ejercicio escolar una manera específica de alcanzar la verdad mediante el deseo de alcanzarla y sin necesidad de buscarla. Hay una manera de prestar atención a los datos de un problema de geometría sin buscar su solución, a las palabras de un texto latino o griego sin buscar su sentido, hay una manera de esperar, cuando se escribe, a que la palabra justa venga por sí misma a colocarse bajo la pluma, rechazando simplemente las palabras inadecuadas.
El primer deber hacia los escolares y los estudiantes es enseñarles este método, no sólo en general, sino en la forma particular con que cada ejercicio se relaciona. Es un deber, no sólo de los profesores, sino también de los directores espirituales. Y éstos deben, además, dejar bien clara, con diafanidad absoluta, la analogía existente entre la actividad de la inteligencia en esos ejercicios y la situación del alma que, con la lámpara bien llena de aceite, espera al esposo con confianza y con deseo.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

jueves, 23 de marzo de 2017

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS IVº

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS  IVº

La voluntad, la que llegado el caso hacer apretar los dientes y sopesar el sufrimiento, es el arma principal del aprendiz en el trabajo manual. Pero, contrariamente a lo que de ordinario se piensa, apenas cumple ninguna función en el estudio. La inteligencia no puede ser movida más que por el deseo. Para que haya deseo, es preciso que haya placer y alegría. La inteligencia crece y proporciona sus frutos solamente en la alegría. La alegría de aprender es tan indispensable para el estudio como la respiración para el atleta. Allí donde está ausente, no hay estudiantes, tan sólo pobres caricaturas de aprendices que al término del aprendizaje ni siquiera tendrán oficio.
Es el papel que el deseo desempeña en el estudio lo que permite hacer de él una preparación para la vida espiritual. Pues el deseo orientado hacia Dios es la única fuerza capaz de elevar el alma. O, más bien, es Dios quien viene a recoger el alma y a elevarla, pero es el deseo lo que obliga a Dios a bajar; Dios sólo viene a aquellos que se lo piden y no pueden dejar de hacerlo cuando se le pide con frecuencia, ardientemente y de forma prolongada [Si bien es cierto que, no debemos olvidar, lo que el mismo Dios dice en la Escritura a través de uno de sus profetas: “Yo me hice el encontradizo con  quien no me buscaba, salí al encuentro del que no preguntaba por mí”].
La atención es un esfuerzo; el mayor de los esfuerzos quizá, pero un esfuerzo negativo. Por sí mismo no implica fatiga. Cuando la fatiga se deja sentir, la atención ya casi no es posible, a menos que se esté bien adiestrado; es preferible entonces abandonarse, buscar un descanso y luego, un poco más tarde, volver a empezar, dejar y retomar la tarea como se inspira y se espira.
Veinte minutos de atención intensa y sin fatiga valen infinitamente más que tres horas de esa dedicación de cejas fruncidas que lleva a decir con el sentimiento del deber cumplido: “he trabajado bien”.
Pero, a pesar de las apariencias, es también mucho más difícil. Hay algo [metafóricamente hablando: esa diabólica fuerza oscura que crece en nuestro espacio vital que no terminamos de ocupar; A. Gesché] en nuestra alma que rechaza la verdadera atención mucho más violentamente de lo que la carne rechaza el cansancio. Ese algo está mucho más próximo del mal que la carne. Por eso, cuantas veces se presta verdadera atención, se destruye algo del mal que hay en uno mismo. Si la atención se enfoca en ese sentido, un cuarto de hora de atención es tan valioso como muchas buenas obras.
La atención consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto, manteniendo próximos al pensamiento, pero en un nivel inferior y sin contacto con él, los diversos conocimientos adquiridos que deban ser utilizados. Para con los pensamientos particulares y ya formados, la mente debe ser como el hombre que, en la cima de una montaña, dirige su mirada hacia delante y percibe a un mismo tiempo bajo sus pies, pero sin mirarlos, numerosos bosques y llanuras. Y sobre todo la mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, pero dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS IIIº

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS  IIIº

Poner en los estudios esta única intención con exclusión de cualquier otro fin es la primera condición para su buen uso espiritual. La segunda condición es obligarse rigurosamente a mirar de frente, a contemplar con atención, durante largo rato, cada ejercicio mal resuelto en toda la fealdad de su mediocridad, sin buscar ninguna excusa, sin desdeñar ninguna falta ni ninguna corrección del profesor, tratando de remontarse al origen de cada error. Es grande la tentación de hacer lo contrario, de echar sobre el ejercicio corregido, si es deficiente, una mirada oblicua y olvidarlo enseguida. Casi todos los estudiantes actúan así la mayor parte de las veces, pero hay que rechazar esa tentación. Por otra parte, nada es más necesario al éxito escolar, pues se trabaja con escaso aprovechamiento, hágase el esfuerzo que se haga, cuando no se presta atención a las faltas cometidas y las correcciones de los profesores.
Así puede adquirirse, sobre todo, la virtud de la humildad, tesoro infinitamente más precioso que todo progreso escolar. A este respecto, la contemplación de la propia estupidez es quizá más útil incluso que la del pecado. La conciencia de pecado proporciona el sentimiento de ser malo, lo que puede dar ocasión al desarrollo de un cierto orgullo. Cuando uno se obliga por la fuerza a fijar la mirada de sus ojos y de su alma sobre un ejercicio escolar estúpidamente resuelto, se siente con evidencia irresistible la propia mediocridad. No hay conocimiento más deseable. Si se llega a conocer esta verdad con toda el alma, uno se establece firmemente en el verdadero camino.
Si se cumplen estrictamente estas dos condiciones, los estudios escolares son un camino hacia la santidad tan bueno como cualquier otro.
Para cumplir la segunda, basta con quererlo. No ocurre lo mismo con la primera. Para prestar verdadera atención, hay que saber cómo hacerlo. Muy a menudo se confunden la atención con una especie de esfuerzo muscular. Si se dice a los alumnos: “Ahora vais a prestar atención”, se les ve fruncir las cejas, retener la respiración, contraer los músculos. Si pasados un par de minutos se les pregunta a qué están prestando atención, no serán capaces de responder. No han prestado atención a nada. Simplemente, no han prestado atención, han contraído los músculos.
Se prodiga con frecuencia este tipo de esfuerzo muscular en los estudios y, como acaba por cansar, se tiene la impresión de haber trabajado. Es sólo una ilusión. La fatiga no tiene ninguna relación con el trabajo. El trabajo es esfuerzo útil, sea o no cansado. Esta especie de esfuerzo muscular es completamente estéril para el estudio, aunque se realice con buena intención. Esta buena intención es una de ésas que sirven para empedrar el camino del infierno. El estudio realizado de esta forma puede a veces ser positivo desde el punto de vista escolar, de las notas y los exámenes, pero lo será a pesar el esfuerzo y merced a las capacidades naturales; esa clase de estudio es siempre inútil.

(A la espera de Dios; Simone Weil)


REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS IIº

    REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS  IIº      

Si se busca con verdadera atención la solución de un problema de geometría y si, al cabo de una hora, no se ha avanzado lo más mínimo, sí se ha avanzado sin embargo, durante cada minuto de esa hora, en otra dimensión más misteriosa. Sin sentirlo, sin saberlo, ese esfuerzo en apariencia estéril e infructuoso ha llevado una luz hasta el alma. El fruto se encontrará algún día, más adelante, en la oración. Y también se encontrará, sin duda en un dominio cualquiera de la inteligencia, acaso ajeno por completo a las matemáticas. Quizá un día, el protagonista de ese esfuerzo ineficaz podrá, gracias a él captar más directamente la belleza de un verso de san Juan de la Cruz. Pero que el fruto del esfuerzo revierte en la oración, eso es algo seguro, algo de lo que no hay la menor duda.
Las certezas de este tipo son de carácter experimental. Pero si no se cree en ellas antes de haberlas experimentado, si no se actúa, al menos como si se creyera, no se llegará nunca a la experiencia que las hace posibles. Hay ahí una especie de contradicción. Así ocurre a partir de un cierto nivel con todos los conocimientos útiles al progreso espiritual. Si no se los adopta como regla de conducta antes de haberlos verificado, si durante largo tiempo no se les presta adhesión solamente por la fe, una fe en principio tenebrosa y sin luz, jamás se los transformará en certezas. La fe es condición indispensable.
El mejor apoyo de la fe es la garantía de que si pedimos pan al Padre, no nos dará piedras. Al margen incluso de toda creencia religiosa explícita, cuantas veces un ser humano realiza un esfuerzo de atención con el único propósito de hacerse más capaz de captar la verdad, adquiere esa mayor capacidad, aun cuando su esfuerzo no produzca ningún fruto visible. Un cuento esquimal explica así el origen de la luz: “El cuervo, que en la noche eterna no podía encontrar alimento, deseó la luz y la tierra se iluminó”. Si hay verdadero deseo, si el objeto del deseo es realmente la luz, el deseo de luz produce luz. Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención. Es realmente la luz lo que se desea cuando cualquier otro móvil está ausente. Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará el alma. Cada esfuerzo añade un poco más de oro a un tesoro que nada en el mundo puede sustraer. Los esfuerzos inútiles realizados por el cura de Ars durante largos y dolorosos años para aprender latín, aportaron sus frutos en el discernimiento maravilloso que le permitía percibir el alma misma de los penitentes detrás de sus palabras e incluso detrás de su silencio.
Es preciso pues estudiar sin ningún deseo de obtener buenas notas, de aprobar los exámenes, de conseguir algún resultado escolar, sin ninguna consideración por los gustos o aptitudes naturales, aplicándose por igual a todos los ejercicios, en el pensamiento de que todos sirven para formar la atención que constituye la sustancia de la oración. En el momento en que uno se aplica a un ejercicio, hay que tratar de realizarlo correctamente, pues esta voluntad es indispensable para que haya verdadero esfuerzo. Pero a través de este fin inmediato, la intención profunda debe estar dirigida exclusivamente hacia el acrecentamiento del poder de atención de cara a la oración, de la misma forma que cuando se escribe se dibuja la forma de las letras sobre el papel, sin que el objeto sean las letras en sí, sino la idea que se quiere expresar.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

martes, 21 de marzo de 2017

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS Iº

REFLEXIONES SOBRE EL BUEN USO DE LOS ESTUDIOS ESCOLARES COMO MEDIO DE CULTIVAR EL AMOR A DIOS  Iº                            

La clave de una concepción cristiana de los estudios radica en que la oración está hecha de atención. La oración es la orientación hacia Dios de toda la atención de que el alma es capaz. La calidad de la oración está para muchos en la calidad de la atención. La calidez del corazón no puede suplirla.
Sólo la parte más elevada de la atención entra en contacto con Dios, cuando la oración es lo bastante intensa y pura como para que el contacto se establezca; pero toda la atención debe estar orientada hacia Dios.
Los ejercicios escolares desarrollan, claro está, una parte menos elevada de la atención. Sin embargo, son plenamente eficaces para incrementar la capacidad de atención en el momento de la oración, a condición que se realicen con este fin y solamente con este fin.
Aunque hoy en día parezca ignorarse este hecho, la formación de la facultad de atención es el objetivo verdadero y casi el único interés de los estudios. La mayor parte de los ejercicios escolares tienen también un cierto interés intrínseco, pero se trata de un interés secundario. Todos los ejercicios que apelan realmente a la facultad de atención tienen un interés muy similar e igualmente legítimo.
Un estudiante que ame a Dios no debería decir nunca: “me gustan las matemáticas”, “me gusta el griego”. Debe aprender a amar todas estas materias porque incrementan la atención que, orientada hacia Dios, es la sustancia misma de la oración.
No tener una natural facilidad o preferencia por la geometría no impide el desarrollo de la atención por medio de la resolución de un problema o el estudio de una demostración. Más bien al contrario, es casi una circunstancia favorable.
Por otra parte, importa poco que se llegue a encontrar la solución o a entender la demostración, aunque ciertamente haya que esforzarse por lograrlo. Nunca, en ningún caso, un verdadero esfuerzo de atención se pierde. Siempre es plenamente eficaz en el plano espiritual y, por consiguiente, lo es también por añadidura en el plano inferior de la inteligencia, pues toda luz espiritual ilumina la inteligencia.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

SOBRE EL PADRENUESTRO IVº

SOBRE EL “PADRE-NUESTRO” IVº

Y no nos arrojes a la tentación, sino protégenos del mal

La única prueba para el hombre es estar abandonado a sí mismo en contacto con el mal.  La nada del hombre es entonces experimentalmente verificada. Aunque el alma haya recibido el pan sobrenatural en el momento en que lo ha perdido, su alegría está mezclada con el temor, pues sólo ha podido hacer su petición para el presente. El porvenir sigue inspirando miedo. No tiene derecho a pedir pan para mañana, pero expresa su temor en forma de súplica. Ahí termina la oración. La palabra ‘Padre’ ha comenzado la plegaria, la palabra ‘mal’ la termina. Hay que ir de la confianza al temor. Sólo la confianza da la fuerza suficiente para que el temor no sea causa de caída. Tras haber contemplado el nombre, el reino y la voluntad de Dios, tras haber recibido el pan sobrenatural y haber sido purificados del mal, el alma está dispuesta para la verdadera humildad que corona todas las  virtudes. La humildad consiste en saber que en este mundo toda el alma, no sólo lo que se llama el ‘yo’, sino también su parte sobrenatural, que es Dios presente en ella, está sometida al tiempo y a las vicisitudes del cambio. Hay que aceptar enteramente la posibilidad de que todo lo que es natural sea destruido. Pero hay que aceptar y rechazar a la vez la posibilidad de que la parte sobrenatural del alma desaparezca. Aceptarla como un hecho que no se produciría si no fuera conforme a la voluntad de Dios; rechazarlo como algo horrible que es. Hay que tener miedo de ello, pero un miedo que sea la culminación de la confianza.
Las seis peticiones se corresponden dos a dos. El pan trascendente es lo mismo que el nombre divino. Es lo que opera al contacto del hombre con Dios. El reino de Dios es lo mismo que su protección extendida sobre nosotros contra el mal; proteger es una función regia. El perdón de las deudas a nuestros deudores es lo mismo que la plena aceptación de la voluntad de Dios. La diferencia estriba en que en las tres primeras peticiones la atención se orienta exclusivamente hacia Dios y en las tres últimas se dirige hacia uno mismo a fin de obligarle a hacer de estas demandas un acto real y no imaginario.
En su primera mitad, la oración comienza por la aceptación. Luego se permite formular un deseo. Más tarde se corrige volviendo a la aceptación. En la segunda mitad, el orden se modifica; se acaba por la expresión del deseo. El deseo se ha tornado negativo y se expresa como temor; corresponde así al más alto grado de humildad, como conviene para terminar.
Esta oración contiene todas las peticiones posibles; no puede concebirse oración que no esté contenida en ella. El Padrenuestro es a la oración lo que Cristo es a la humanidad. No cabe pronunciarla con atención plena en cada palabra sin que un cambio, quizá infinitesimal pero real, se opere en el alma.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

SOBRE EL PADRENUESTRO IIIº

SOBRE EL “PADRE-NUESTRO” IIIº

Nuestro pan, que es sobrenatural, dánoslo hoy

Cristo es nuestro pan. No podemos pedirlo sino para el momento presente. Pues siempre está ahí, en la puerta de nuestra alma; quiere entrar pero no fuerza el consentimiento; si se lo damos, entra; si no, se va de inmediato. No podemos comprometer hoy nuestra voluntad de mañana, no podemos hacer hoy un pacto con él para que mañana se encuentre en nosotros a pesar nuestro. El consentimiento a su presencia es lo mismo que su presencia; es un acto y no puede ser sino actual. No nos ha sido dada una voluntad susceptible de aplicarse al provenir. Todo lo que en nuestra voluntad no es eficaz es imaginario. La parte de la voluntad que es eficaz lo es de forma inmediata; su eficacia no es distinta de ella misma. La parte eficaz de la voluntad no es el esfuerzo que se proyecta hacia el porvenir, sino el consentimiento, el sí del matrimonio. Un sí pronunciado en y para el instante presente, pero pronunciado como palabra eterna, pues es el consentimiento a la unión de Cristo con la parte eterna de nuestra alma.
Tenemos necesidad de pan. Somos seres que tomamos continuamente nuestra energía del exterior, pues a medida que la recibimos la agotamos con nuestros esfuerzos. Si nuestra energía no es continuamente renovada, nos quedamos sin fuerza y somos incapaces de cualquier movimiento. Aparte de la comida propiamente dicha, en el sentido literal del término, todo lo que genere un estímulo es para nosotros fuente de energía. El dinero, el progreso, la consideración, las recompensas, la celebridad, el poder, los seres queridos, todo lo que estimula nuestra capacidad de actuar es como el pan. Si una de esas expresiones del apego penetra bastante profundamente en nosotros, llegando hasta las raíces vitales de la existencia carnal, la privación puede herirnos e incluso hacernos morir. Es lo que se llama morir de pena; es como morir de hambre. Todos estos objetos de apego constituyen, con el alimento propiamente dicho, el pan de este mundo. Depende enteramente de las circunstancias que le demos nuestro acuerdo o lo rechacemos. No debemos pedir nada respecto a las circunstancias, salvo que sean conformes a la voluntad de Dios. No debemos pedir el pan de este mundo.
Hay una energía trascendente cuya fuente está en el cielo y se derrama sobre nosotros desde el momento en que la deseamos. Es realmente una energía y actúa por mediación del alma y el cuerpo.
Debemos pedir este alimento. En el momento en que lo pedimos y por el hecho mismo de pedirlo, sabemos que Dios nos lo quiere dar. No debemos aceptar el estar un solo día sin él; pues cuando las energías terrestres, sometidas a la necesidad de este mundo, son las únicas en alimentar nuestros actos, no podemos hacer y pensar más que el mal. “Viendo Yhwh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y en todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo…”. La necesidad que nos obliga al mal gobierna todo en nosotros, salvo la energía de lo alto cuando penetra en nosotros. No podemos hacer provisión de ella.

Y perdónanos nuestra deuda, así como también nosotros
hemos perdonado a nuestros deudores

En el momento de decir estas palabras es preciso haber perdonado ya todas las deudas. No se trata sólo de la reparación de las ofensas que creemos haber sufrido; es también el reconocimiento del bien que pensamos haber hecho y en general de todo lo que esperamos por parte de los seres y las cosas, todo lo que creemos que se nos debe y cuya ausencia nos proporcionaría una sensación de frustración. Son todos los derechos que creemos que el pasado nos otorga sobre el porvenir. Primero, el derecho a una cierta permanencia. Cuando hemos disfrutado de algo durante un tiempo, creemos que nos pertenece y que la suerte debe permitirnos seguir gozando de ello. Además, el derecho a una compensación para todo esfuerzo, trabajo, sufrimiento o deseo, cualquiera que sea su naturaleza. Siempre que hemos llevado a cabo un esfuerzo y éste no revierte en nosotros de forma equivalente  bajo la forma de un fruto visible, nos queda una sensación de desequilibrio, de vacío, que nos lleva a pensar que hemos sido robados. El esfuerzo de sufrir una ofensa nos lleva a esperar el castigo o las excusas del ofensor, el esfuerzo del hacer el bien nos lleva a esperar el reconocimiento por parte del beneficiado; pero éstos son solamente casos particulares de una ley universal. Todas las veces que algo sale de nosotros tenemos la absoluta necesidad de que al menos su equivalente regrese a nosotros y, por tener necesidad de ello, creemos tener también derecho. Nuestros deudores son todos los seres, todas las cosas, el universo entero. Creemos tener crédito sobre todo. En realidad, se trata siempre de un crédito imaginario del pasado hacia el porvenir. Es a ello a lo que debemos renunciar.
Haber perdonado a nuestros deudores es haber renunciado en bloque a todo el pasado. Aceptar que el porvenir está intacto y virgen, rigurosamente ligado al pasado por lazos que ignoramos, pero completamente libre de aquellos que nuestra imaginación cree poder imponerle. Aceptar la posibilidad de que suceda y, en concreto, de que nos suceda cualquier cosa y de que el día de mañana haga de toda nuestra vida pasada algo estéril y vano.
Renunciando de golpe a todos los frutos del pasado sin excepción, podemos pedir a Dios que nuestros pecados pasados no aporten a nuestra alma sus miserables frutos de mal y de error. En tanto nos agarramos al pasado, Dios mismo no puede impedir esa horrible fructificación. No podemos apegarnos al pasado sin apegarnos a nuestros crímenes, pues lo que es esencialmente peor en nosotros nos es desconocido.
La principal deuda que creemos tiene el universo para con nosotros es la continuidad de nuestra personalidad. Esta deuda implica todas las demás. El instinto de conservación nos hace sentir esa continuidad como necesaria, y creemos que una necesidad es un derecho. Como el mendigo que decía a Talleyrand: “Monseñor, tengo que seguir viviendo” y al que Talleyrand respondía: “No veo la necesidad de ello”. Nuestra personalidad depende enteramente de las circunstancias externas, que tienen un poder ilimitado para aplastarla. Pero preferiríamos morir a reconocerlo. Entendemos el equilibrio del mundo como un conjunto de circunstancias en virtud del cual nuestra personalidad se mantiene intacta y nos pertenece. Todas las circunstancias pasadas que han herido nuestra personalidad nos parecen rupturas en el equilibrio que un día u otro deberán ser infaliblemente compensadas por fenómenos de sentido contrario. Vivimos a la espera de tales compensaciones. La proximidad inminente de la muerte es horrible porque nos obliga a aceptar que esas compensaciones no van a producirse.
El perdón de las deudas es la renuncia a la propia personalidad, a todo lo que llamo ‘yo’, sin excepción; es saber que en lo que llamo ‘yo’ no hay nada, ningún elemento psicológico que las circunstancias exteriores no pueden hacer desaparecer; es aceptar eso y ser feliz de que así sea.
Las palabras “hágase tu voluntad”, si se las pronuncia con toda el alma, implican esa aceptación. Por eso puede decir instantes después: “hemos perdonado a nuestros deudores”.
El perdón de las deudas es la pobreza espiritual, la desnudez espiritual, la muerte. Si aceptamos plenamente la muerte, podemos pedir a Dios que nos haga revivir purificados del mal que hay en nosotros. Pues pedirle que perdona nuestras deudas es pedirle que anule ese mal. El perdón es la purificación. Ni Dios mismo tiene poder para perdonar el mal que está en nosotros. Dios nos perdona nuestras deudas cuando nos pone en estado de perfección.
Hasta ese momento Dios nos perdona nuestras deudas parcialmente, en la medida en que perdonamos a nuestros deudores.


(A la espera de Dios; Simone Weil)