sábado, 25 de marzo de 2017

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IIº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA IIº  
La desdicha hace que Dios esté ausente durante un tiempo, más ausente que un muerto, más ausente que la luz en una oscura mazmorra. Una especie de horror inunda toda el alma y durante esta ausencia no hay nada que amar. Y lo más horrible es que si, en estas tinieblas en las que no hay nada que amar, el alma deja de amar, la ausencia de Dios se hace definitiva. Es preciso que el alma continúe amando en el vacío, o que, al menos, desee amar, aunque sea con una parte infinitesimal de sí misma. Entonces Dios vendrá un día a mostrarle y a revelarle la belleza del mundo, como ocurrió en el caso de Job. Pero si el alma deja de amar, cae en algo muy semejante al infierno (pura desesperación).
Por este motivo, quienes precipitan en la desdicha a quienes no están preparados para recibirla, matan sus almas. Por otra parte, en una época como la nuestra, en que la desdicha está suspendida sobre todos, el servicio a las almas no es eficaz si no las prepara realmente para la desdicha. Lo que no es poco.
La desdicha endurece y desespera porque imprime en el fondo del alma, como un hierro candente, un desprecio, una desazón, una repulsión de sí mismo, una sensación de culpabilidad y de mancha, que el crimen debería lógicamente producir y no produce. El mal habita en el alma del criminal sin que éste lo perciba; la que sí lo percibe es el alma del inocente desdichado. Parece como si el estado del alma que por esencia correspondería al criminal hubiese sido separado del crimen unido a la desdicha, en proporción incluso a la inocencia del desdichado.
Si Job grita su inocencia de forma tan desesperada, es porque él mismo no llega a creerla y porque dentro de sí su alma toma el partido de sus amigos (¿?). Implora el testimonio de Dios porque ya no oye el de su propia conciencia, que no es para él sino un recuerdo abstracto y muerto.
«La naturaleza carnal es común al hombre y al animal. Las gallinas se precipitan a picotazos sobre la que está herida. Es un fenómeno tan mecánico como la gravedad. Todo el desprecio, la repulsión y el odio que nuestra razón asocia al crimen, lo vincula nuestra sensibilidad a la desdicha. Exceptuando a aquellos cuya alma está enteramente ocupada por Cristo, todo el mundo desprecia en mayor o menor grado a los desdichados, aunque casi nadie tenga conciencia de ello».
Esta ley de nuestra sensibilidad es aplicable también respecto a nosotros. El desprecio, la repulsión, el odio, se vuelve en el desdichado contra sí mismo, penetra hasta el centro de su alma y desde allí tiñe con matiz venenoso el universo entero. El amor sobrenatural, si ha sobrevivido, puede impedir este segundo efecto, mas no el primero. El primero es la esencia misma de la desdicha; no hay desdicha allí donde no se produce.
“Fue hecho maldición por nosotros”. No es sólo el cuerpo de Cristo colgado del madero lo que fue hecho maldición, sino toda su alma. De la misma forma, todo inocente se siente maldito en la desdicha. Y otro tanto ocurre con aquellos que estuvieron en la desdicha y salieron de tal situación por un sesgo de la fortuna, si se vieron afectados por ella.
Además, la desdicha hace del alma, poco a poco, su cómplice, inyectando en ella un veneno de inercia. En cualquiera que haya estado en la desdicha durante un tiempo prolongado hay complicidad con su propia desdicha. Esta complicidad obstaculiza cuantos esfuerzos pudiera hacer para mejorar su suerte y hasta la impide buscar los medios para liberarse; a veces le impide, incluso, el deseo mismo de lograrlo. Se encuentra entonces instalado en la desdicha, aunque quienes le rodean pueden creer que está satisfecho. Más aún, esa complicidad puede impulsarle a evitar los medios de liberación, a huir de ellos, ocultándose bajo pretextos en ocasiones ridículos. Aun en el que ha salido de la desdicha, si fue alcanzado por ella hasta el fondo de su alma, subsiste algo que le empuja a precipitarse de nuevo en ella, como si la desdicha estuviera instalada en él a la manera de un parásito y le dirigiera hacia sus propios fines. A veces este impulso es más fuerte que todas las tendencias del alma hacia la felicidad. Si la desdicha llegó a su fin por efecto de la acción benéfica de alguien, puede manifestarse como odio hacia el benefactor; tal es la causa de ciertos actos de salvaje ingratitud aparentemente inexplicables. A veces es fácil liberar a una persona de su desdicha presente, pero es difícil liberarla de su desdicha pasada. Sólo Dios puede hacerlo. Ni siquiera la gracia de Dios cura la naturaleza irremediablemente herida. El cuerpo glorioso de Cristo conserva sus llagas.
No se puede aceptar la existencia de la desdicha más que viéndola como distancia.
Dios ha creado por el amor y para el amor. Dios no ha creado otra cosa que el amor y los medios del amor. Ha creado todas las formas de amor. Ha creado seres capaces de amor en todas las distancias posibles. Él mismo llegó, pues nadie más podía hacerlo, hasta la distancia máxima, hasta la distancia infinita. Esta distancia infinita entre Dios y Dios, desgarramiento supremo, dolor al que nadie se acerca, maravilla del amor, es la crucifixión. Nada puede estar más lejos de Dios que lo que ha sido hecho maldición.
Este desgarramiento por encima del cual el amor supremo tiende el vínculo de la unión suprema resuena perpetuamente a través del universo, desde el fondo del silencio, como dos notas separadas y fundidas, como armonía pura y desgarradora. Ésta es la palabra de Dios. La creación entera no es sino su vibración. Es esto lo que oímos a través de la música humana cuando, en su mayor pureza, nos atraviesa el alma. Es esto lo que más claramente captamos a través del silencio cuando hemos aprendido a escuchar el silencio.
Quienes perseveran en el amor oyen esta nota en el fondo de la degradación a la que les ha llevado la desdicha. A partir de ese momento ya no pueden tener ninguna duda.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

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