martes, 23 de octubre de 2018

COMPASIÓN SILENCIOSA...1


LA TRADICIÓN PERENNE

La expresión "filosofía perenne" o "tradición perenne" se popularizó (y perdió popularidad) en la historia occidental y religiosa, pero conviene recordar que la Iglesia universal nunca la he desechado. En muchos aspectos, fue reafirmada por el Concilio Vaticano II en sus "vanguardistas" documentos sobre el ecumenismo (Unitatis Redintegratio) y las religiones no cristianas (Nostra Aetate). En estos se afirma que existen ciertos temas, verdades y nociones recurrentes en todas las religiones del mundo.
En Nostra Aetate, por ejemplo, los padres conciliares empiezan afirmando que:

«Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen [creados por un mismo Dios creador].., y tienen también un fin último, que es Dios... La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero».

El documento prosigue ensalzando la religión nativa, el hinduismo, el judaísmo, el budismo y el islam, por cuanto "reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres". Debemos reconocer el valor y la lucidez de que hicieron gala los padres conciliares al escribir esto en     1965, cuando muy pocas personas -de cualquier religión- pensaban de esa manera, por no decir que en la actualidad siguen siendo pocas las personas que piensan así.
Una temprana excepción fue el doctor de la Iglesia san Agustín (354-430), que escribió estas frases tan valientes:

«La realidad que ahora llamamos religión cristiana ha existido ya entre los antiguos; más aún, no ha faltado desde el comienzo de la humanidad, hasta que el mismo Cristo apareció en carne. A partir de ese momento, la verdadera religión ya existente comenzó a llamarse cristiana». ("Las retractaciones", en Escritos varios, vol.2,).

Por su parte, san Clemente de Alejandría, Orígenes, san Basilio, san Gregorio de Nisa y san León el Grande, todos ellos compartieron una visión parecida mucho antes de que se adoptaran las posturas defensivas (¡y ofensivas!) del antisemitismo y de las Cruzadas. Se puede decir, pues, que hemos retrocedido en materia de historia religiosa, cuando deberíamos haber cuidado mejor el engranaje de la conciencia espiritual con el fin de movernos siempre hacia adelante.
El término "perenne" se emplea de manera parecida en el decreto conciliar sobre la formación sacerdotal (Optatam Totius), donde se afirma que los seminaristas deberían "basarse en una filosofía que sea perennemente válida", decreto en el que se alienta a estudiar toda la historia de la filosofía y del "reciente progreso científico". Sin duda, los autores pensaban sobre todo en la filosofía escolástica, aunque hay que decir, claramente, que dicho término, como lo empleamos aquí, es mucho más una afirmación teológica que filosófica. Tal es también la opinión de Aldoux Huxley, y por eso habla de metafísica, psicología y ética al mismo tiempo:

«1) la metafísica reconoce una Realidad divina sustancial al mundo de las cosas, vidas y mentes; 2) la psicología que encuentra en el alma algo parecido, o incluso idéntico, a la Realidad divina; 3) la ética que sitúa el fin último del hombre en el conocimiento del Fundamento inmanente y trascendente de todo ser. Esto es algo inmemorial y universal. Los rudimentos de la filosofía perenne pueden encontrarse en el acervo tradicional de los pueblos primitivos en cada región del mundo, ocupando, en sus formas plenamente desarrolladas, un lugar importante en cada una de las religiones más elevadas».

Las divisiones, dicotomías y dualismos del mundo pueden superarse solamente mediante una consciencia unitiva a nivel personal, relacional, social, político y cultural en el marco del diálogo interreligioso y, particularmente, de la espiritualidad. He aquí la principal y fundamental tarea de toda sana religión (palabra que, por cierto, significa "religación").
Como dijo Jesús en su oración suprema, "que todo sean uno" (Jn 17,21). O, como dice Juliana de Norwich (1342-1416), «sola no soy nada, pero en general ESTOY en la oneing [unión/unificación] del amor, pues es en esta unión/unificación donde se encuentra la vida de todas las personas» (Las revelaciones del amor divino, capítulo 9).
Son muchos los profesores que han insistido en la idea fundamental, pero a menudo tan olvidada, de que ‘unidad no es lo mismo que uniformidad’. En efecto, la unidad es la reconciliación de las diferencias, las cuales deben mantenerse ¡y sin embargo superarse! Así, tenemos que distinguir las cosas y separarlas antes de poder unirlas espiritualmente, generalmente con gran esfuerzo y coste personal (Ef 2,14-16). Si hubiéramos hecho esta distinción tan sencilla, probablemente muchos problemas (e identidades excesivamente recalcadas y separadas) se habrían movido a un nivel mucho más elevado de amor y servicio.
Pablo dejó muy claro en varias de sus epístolas este principio universal, por ejemplo cuando afirma:
«Hay diversos dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversas actividades, pero es el mismo Dios el que las produce todas en todos (1 Cor 12,4-6)».

Y enseña lo siguiente a su comunidad de Éfeso: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, el que está sobre todos, mediante todos actúa y está en todos. A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo (Ef 4,5-7)».

Finalmente, para entender bien este principio conviene dirigir la mirada a la fuente fundamental del cristianismo: la doctrina de la Trinidad misma. Sí, Dios es uno, tal y como nos lo enseñaron nuestros ancestros judíos (Dt 6,4); sin embargo, en un nivel ulterior, más sutil, esta ‘unidad’ es en realidad la radical unión amorosa entre las tres personas de la Trinidad, completamente distintas. El principio y problema básico de la unidad y la multiplicidad queda superado en la propia naturaleza de Dios. Dios es un misterio de ‘relación’, y la relación más verdadera que existe es el amor. Los tres no son uniformes sino distintos, ¡y sin embargo están completamente unificados en una efusión total!
Por cierto, la palabra ‘persona’, que actualmente designa un ser humano individual, ya se empleó en la teología trinitaria griega de los inicios (‘persona’ significa "máscara de teatro" o "sonido a través de"), ¡y posteriormente se aplicó también a nosotros! Así, tampoco nosotros somos seres autónomos, sino sonidos "a través de", separados pero radicalmente unos, al igual que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Lo que esto implica podría exigir años de meditación. En realidad, nosotros estamos creados a "imagen y semejanza de Dios" (Gn 1,26 ss.) en mucho mayor medida de lo que podríamos imaginar. ¡La Trinidad es nuestro modelo universal para explicar la naturaleza de la realidad y nuestra propia unidad!
Como dijo Juliana de Norwich, "el amor de Dios crea en nosotros una oneing [unión/unificación] tal que cuando se ve realmente nadie puede separarse de la otra persona"; o esto otro: "A la luz de Dios, todos los humanos están ‘unidos’, y una persona es todas las personas y todas las personas están en una sola persona".
Esto no es un simple constructo de nuestro siglo XXI. No es panteísmo ni mero optimismo New Age. Es el verdadero quid de la cuestión; en efecto, se quiso anunciar una nueva era -que aún puede y debe conseguirse. Pero es la tradición perenne. Nuestra tarea no es descubrirla sino sólo recuperar lo que los místicos y santos de todas las religiones han descubierto -y disfrutado- una y otra vez.
Como dijo Juan, el discípulo amado; "No os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis" (1 Jn 2,21).

(Fr. Richard Rohr, OFM)

COMPASIÓN SILENCIOSA...2


1.- ENCONTRAR A DIOS EN LAS PROFUNDIDADES DEL SILENCIO. - A

Las personas interesadas en las cuestiones relacionadas con la paz y la justicia reconocerán sin duda que la comunicación, el uso de vocablos y las conversaciones han alcanzado un nivel muy bajo en nuestra sociedad actual. Creo que todos somos conscientes de ello, no solamente en el ámbito de la política, sino incluso en nuestras Iglesias. Personalmente, creo que la única manera de invertir esa tendencia es mediante una revalorización de esa cosa tan maravillosa, aunque en apariencia tan anodina, que se llama ‘silencio’.
Pero ¿cómo vender algo que es intrínsecamente invendible? ¿Cómo vender el silencio? ¿Cómo hacer atractivo algo que la gente equipara con el aire o con el vacío, en definitiva con algo que para la mente capitalista no puede resultar atractivo de forma inmediata? Bueno, pues aquí lo vamos a intentar de todos modos.
El silencio no es solamente eso que rodea a las palabras y subyace a las imágenes y a los acontecimientos. Tiene vida propia. Es un fenómeno que casi posee unidad física. Es una entidad autónoma con la que podemos relacionarnos. En el plano filosófico, la ‘esencia’ es esa cualidad fundacional que precede a todos los demás atributos. Cuando nos relacionamos con el ser desnudo de una cosa, aprendemos a conocerla en su núcleo mismo [Si bien es cierto que por este camino la filosofía niega toda posibilidad de llegar a conocer el ‘noúmeno’ -esencia- de las cosas]. Se puede afirmar que el silencio anida, en cierto modo, en el fundamento mismo de toda realidad. Es eso de lo que procede todo ser y a lo que retornan todas las cosas (y si la palabra silencio no nos seduce del todo, podemos cambiarla por las palabras nada, vacío, vastedad, ausencia de forma, espacio abierto, etc.).
Todos sabemos que toda cosa es una “creatio ex nihilo”, que por designio divino toda cosa procede de la nada. Sólo si podemos descansar en la nada estaremos en condiciones de apreciar lo que es algo. Cuando "la" nada crea "el" algo, ¡a eso lo llamamos con el nombre de gracia!
Este silencio aparece ya descrito en los dos primeros versículos del libro del Génesis. La primera realidad se describe como un "vacío sin forma", un vacío silencioso sobre el que "planea" el Espíritu. El Espíritu es silencioso, pero también poderoso. La confluencia o conjunción de estos dos grandes silencios constituye el principio de nuestra creación, al menos en el relato judeocristiano.
El silencio procede, sustenta y funda todo. No podemos verlo solamente como accidente o como algo innecesario. Si no aprendemos a vivir en él, a ir a él, a morar en este fenómeno diferente, el resto de las cosas -palabras, acontecimientos, relaciones, identidades- resultará bastante superficial y carente de profundidad o contexto. Perderá significado. Actualmente se tiene la impresión de que lo único que buscamos es una vida con más acontecimientos, más situaciones llenas de estímulos cada vez mayores, más excitación y más color, que aporten unos signos vitales a nuestra existencia intrínsecamente aburrida. Sin embargo, por irónico que parezca, son las cosas más simples y reducidas a su mínima expresión las que suelen darnos mayor felicidad –‘siempre y cuando’ las respetemos como tales-. El silencio es la esencia de lo simple, de lo reducido a su mínima expresión.
Dicha necesidad de una constante estimulación determina, mucho nos tememos, el carácter de esto que llamamos nuestra sociedad occidental. Si somos sinceros, debemos reconocer los múltiples signos de deterioro cultural que se prodigan a nuestro alrededor. Parece como si todo tuviera que ser un poco más ruidoso, más brillante, más nuevo, más caro, más chic y, sobre todo, más rápido. Solamente entonces vendrán los occidentales-clientes. La frase de marras ya no es entonces "si lo construyes, vendrán" sino "vendrán si consigues que resulte atractivo". Al final, hemos acabado acostumbrándonos a esto. Aceptamos como algo normativo algo que los mismos emperadores romanos consideraban ya como un signo de decadencia: "Lo único que quiere el pueblo es pan y circo", decían. Actualmente cerramos escuelas y construimos grandes estadios que parecen catedrales.
Se nos olvida que la mayor parte del planeta no vive como vivimos nosotros. ¡Pero lo más triste del caso es que quieren vivir como vivimos nosotros!
No deberíamos erigirnos en norma o meta alguna. La nuestra no es necesariamente una sociedad sana. No es necesariamente la mejor -ni la mayor- cultura, aunque a los occidentales se nos educa para pensar así. Es fácil opinar de esa manera si nunca se ha salido de occidente. Sin duda tenemos en nuestra sociedad algunos aspectos maravillosos, pero también otros muy poco sanos, como es, por ejemplo, el no ver el silencio como algo atractivo, útil, necesario, importante o simplemente bueno. Así, acabaremos pareciéndonos a un caparazón con cada vez menos cosas dentro, sin profundidad (que es donde hay que buscar con vitalidad).
Tenemos que intentar ver el silencio como una presencia viva en sí, primordial, prístina, y ver después todas las demás cosas -experimentadas ahora en profundidad- dentro de ese contenedor o continente. Más que una ausencia, el silencio pasa entonces a ser una presencia. El silencio rodea todo "lo que yo sé" con un "no sé" humilde y paciente. Protege la autonomía y dignidad de los acontecimientos, personas, animales y cosas.
Es preciso encontrar un camino para volver a ese lugar, para vivir en ese lugar, para morar en ese lugar de silencio interior. El silencio exterior significa muy poco si no existe un silencio interior más profundo. Todo aparece mucho más claro cuando aparece o emerge de un silencio anterior. Y cuando empleo la palabra ‘aparece’ quiero decir que asume y cobra realidad, sustancia, importancia, significación. Si el silencio no rodea una cosa, que es en sí un misterio, nada tiene significado perdurable. Será un simple acontecimiento más en una secuencia de acontecimientos cada vez rápidos que llamamos nuestra vida. Sin silencio no experimentamos nuestras experiencias. Los humanos tenemos muchas experiencias, pero éstas carecen de poder para cambiarnos, despertarnos, darnos una alegría que el mundo no puede dar, esa alegría de la que habla Jesús.
Vivir en esa esencia o entidad primordial, fundacional, que llamamos silencio crea una especie de resonancia empática con lo que es correcto, con lo que está bien. Sin ella, solamente reaccionamos. Somos, por así decir, fríjoles saltarines que reaccionamos en vez de responder. Sin cierto grado de silencio nunca podremos vivir la vida, degustarla, al carecer de capacidad para disfrutar, apreciar o saborear el momento. ‘Lo contrario de la contemplación no es la acción, es la reacción’. Debemos esperar, buscar, la acción pura, la cual procede siempre de un silencio contemplativo.
El silencio no es ausencia de esencia, sino una manera especial de ser. No es una entidad distante, obtusa y oscura, solamente apta para ascetas. No, seguro que todos hemos experimentado alguna vez lo que es un silencio profundo; pero ahora se trata de sentirlo, de liberarlo y hacer que se convierta en una luz dentro de nosotros. El silencio no lo oímos, claro está; sin embargo, es ‘eso merced a lo cual oímos’. Nosotros no captamos el silencio, es el silencio el que nos capta.
El silencio es una especie de pensamiento que no está pensando, es una especie de pensamiento que está ‘viendo’ (‘contemplar’ significa "ver"). El silencio, entonces, es una consciencia alternativa. Es una forma de inteligencia, de conocer más allá de la reacción corporal, de eso que solemos llamar con el nombre de emoción. Es una forma de conocer más allá del análisis mental, más allá de eso que solemos llamar con el nombre de pensamiento.
A los siete años de edad casi todos hemos separado ya nuestro cuerpo y nuestra alma de nuestra mente, a la que solemos otorgar la mayor parte de nuestro crédito; una mente desconectada de nuestro cuerpo, de nuestra alma, que habita y crece más en el silencio.
Descartes no se equivocó al decir aquello de "pienso, luego existo". En realidad estaba describiendo con la máxima exactitud al hombre occidental. Nuestro pensamiento, siento mucho decirlo, es quienes creemos ser. ‘Pero nosotros somos mucho más que nuestros pensamientos sobre las cosas’. [Aunque del hecho de pensar no se siga la existencia: pues el conocimiento de “lo que algo es” nunca está en condiciones de explicar “el hecho de que algo sea”, pues la naturaleza de las cosas nada tiene que ver con su realidad. En otras palabras, del “yo pienso” nunca brota el yo que realmente vive, sino sólo un yo igualmente pensado. Tal es lo que sabemos desde Kant.]
A su nivel más elevado, todas las grandes religiones del mundo afirman que este modo tiránico de pensar tiene que relativizarse, que limitarse, si no queremos que se haga con el completo control a costa de nuestro ser primordial, con lo que las palabras acabarán significando cada vez menos, incluidas las propias. Esta es nuestra cultura postmoderna. Todos empleamos palabras para decir lo que queremos, para obtener lo que queremos, es una especie de círculo incestuoso.
Consideremos un momento el carácter de los debates políticos: armamento, atención sanitaria, guerras o cualquier otro tema de actualidad -el paro-. Las palabras de los participantes en dichos debates significan cada vez menos en relación con la verdad objetiva, esto es algo que todos hemos podido constatar. Es como un juego que todos estamos obligados a jugar. Con frecuencia, la única manera de salir de esto es guardando silencio, como Jesús ante Pilatos (Mc 15,5; Jn 19,9).

(Fr. Richard Rohr, OFM)

COMPASIÓN SILENCIOSA...3


1.- ENCONTRAR A DIOS EN LAS PROFUNDIDADES DEL SILENCIO. – B
El alma no utiliza palabras. Rodea las palabras de espacio, eso es lo que queremos decir por silencio.
El ego, por su parte, emplea las palabras para conseguir lo que quiere. Cuando discutimos con nuestra pareja, con un amigo o un compañero, eso es lo que estamos haciendo. Echamos mano a las palabras que más poder nos confieren, que nos hacen parecer más cargados de razón, superiores, más inteligentes, convencidos de que así saldremos vencedores en la discusión. Todos lo hemos hecho o vivido. Es lo único que el ego sabe hacer. Pero, a ese nivel, las palabras son más bien inútiles, por no decir incluso hipócritas y destructivas.
Eso es lo que va a ocurrir inevitablemente cuando dejemos de valorar el silencio, cuando el silencio que envuelve las palabras ya no sea tan importante como -o más importante que- la elección de palabras.
El silencio es una especie de totalidad. Puede absorber a los contrarios. Puede absorber las paradojas y las contradicciones. Tal vez sea esta la razón por la que no nos gusta el silencio. En el verdadero silencio interior no hay nada que discutir, y ya sabemos que a la mente le gusta mucho discutir: nos brinda algo que hacer.
Nuestras interacciones conducen a menudo a la discusión, incluso dentro de la Iglesia; por ejemplo, sobre las formas de oración en sí mismas, sobre la cuestión del lenguaje incluyente o del liderazgo masculino o femenino, cuestiones sin duda importantes. Más ejemplos: ¿me gusta este salmo o es demasiado violento?; ¿es este canto demasiado evangélico, católico o carismático? Siempre tiene que haber algún asunto a debatir, de lo contrario me siento casi inútil. Una de las razones por las que la oración contemplativa, especialmente en grupo, es tan liberadora y tan apaciguadora es porque en ella no se puede tomar partido.
En resumen, al ego le gustan las cosas por las que se puede tomar partido, pero el verdadero silencio interior no permite tomar partido. Describimos esta tendencia tan extendida con el nombre de ‘pensamiento dualista’, nada que ver con la contemplación como tal.
Quien viva en una cultura capitalista como la nuestra, en la que todo se reduce a competir, comparar y ganar, solamente puede ver el silencio como algo contrario a la buena lógica. ¿Cómo enseñar algo tan vacío, tan inocuo, tan generador de fracaso como el silencio? Respuesta: sabiendo que también ofrece una "paz que está por encima de todo juicio" (Flp 4,7) y una "alegría que nadie os quitará" (Jn 16,22).
Pero si los que están en la Iglesia se centran preferentemente en técnicas externas y fórmulas litúrgicas (por ejemplo, cómo deben plegar las manos los sacerdotes, qué palabras deben emplear o qué tipo de indumentaria llevar), el alma permanecerá básicamente orillada e inalterada. Un excesivo hincapié en lo que yo llamo "oración social" u "oración verbosa" nos brindará muchas más posibilidades de discutir; pero esa es sin duda la razón por la que Jesús dio tanta importancia a la oración silenciosa "dentro del propio aposento" y no "ensartando palabras y palabras, como los gentiles" (Mt 6,5-7).
No podemos evitar la sensación, de hecho, de que el tiempo aumenta estando en silencio. Parece como si el tiempo "llegara a su plenitud", como dice el Nuevo Testamento, como si se trascendiera a sí mismo, pasando de su dimensión puramente cronológica, es decir del simple “cronos al Kairós” o tiempo verdaderamente relevante, esto es, al tiempo en el que cada momento es todo lo perfecto que puede ser, en que todo es perfecto aquí, en este preciso momento, sin necesidad de nada más. Yo estoy más que bien. Estoy contento.
Si conseguimos ver el silencio como el fundamento y origen de todas las palabras, entonces descubriremos que, al hablar, nuestras palabras están mejor escogidas y son más apacibles.
Francisco de Asís nos dijo que empleáramos siempre palabras "bien escogidas y castas", que no predicáramos si no teníamos nada que decir, que no predicáramos simplemente por predicar. Cada predicación debía ser fruto de la contemplación y no de ideas vacuas (¡como lo son tantas veces las nuestras).
Yo creo que cuando reconocemos algo como bello en nuestra vida es porque brota, en parte, del silencio que lo rodea. Tal vez sea esta la razón por la que guardamos silencio en las galerías de arte. Si algo no está rodeado de la vastedad del silencio y del espacio, resulta más difícil apreciar el lado singular y hermoso de las cosas. Cuando algo aparece mezclado con todo lo demás, deja de destacar su singularidad, su cualidad de objeto único y bello.
“El silencio no debe entenderse como una simple ausencia de sonido audible o de ruido. Cuando el vacío -o lo que pueda parecer un espacio vacío o ausencia de sonido- se convierte en su propia plenitud con su propia voz dulce, podemos experimentar lo que quiero decir por silencio”.
El silencio es como la red que hay debajo del funámbulo. Nosotros caminamos sobre la cuerda floja tratando de encontrar las palabras más adecuadas para explicar nuestra experiencia, pero el silencio es esa red de seguridad que nos permite caer, que dice y admite, al igual que los poetas, que ninguna palabra es siempre del todo correcta. Por eso el poeta está siempre intentándolo (¡algo que le agradecemos enormemente!). La gran espaciosidad y la red de seguridad que hay debajo de un funámbulo es el silencio. Lo libera de preocupaciones y del temor de cometer errores y me ofrece más espacio para corregirlos
Existen dos tipos de silencio. Está el reparador silencio natural de la personalidad introvertida o la pausa en medio de una conversación. Pero también está el silencio espiritual, el silencio que no necesita llenarse de una risa nerviosa, de un chiste o del intento de aparentar ser simpáticos o demostrar que estamos bien informados, que "estamos en el ajo". El silencio espiritual exige una presencia profunda con uno mismo en el momento presente.
Si la vida es en gran medida palabras e ideas -pues es a eso a lo que hemos reducido, especialmente tras el invento de la prensa escrita-, entonces la muerte -ese gran misterio por el que aún no hemos pasado- es silencio. Y entonces podríamos decir que la fe y el silencio son dos maneras de practicar para la muerte. ¿Quién soy yo antes -y después- de todas mis palabras, ideas y opiniones?
«El hecho de que la vida y la muerte "no sean dos" es algo muy difícil de entender, no porque sea demasiado complicado, sino porque es demasiado sencillo».
«Echamos de menos la unidad entre la vida y la muerte en el punto mismo en que nuestra mente corriente empieza a pensar en ello».
“La contemplación es precisamente cuestionar esa mente corriente y decir que eso que llamamos pensamiento no puede llevarnos a ella”. Necesitamos un sistema de funcionamiento diferente, que a la vez empiece con el silencio y conduzca al silencio.
Podemos llamar al "no silencio" con el nombre de "pensamiento dualista", en el que todo se entiende mediante términos opuestos, como la vida y la muerte. La mente dualista es casi la única que existe en occidente. Incluso creemos que equivale a ser muy cultos -ser muy buenos en pensamiento dualista-, pero eso es lo que Jesús y Buda calificarían de "pensamiento enjuiciador" (Mt 7,1-5), contra el que nos advierten encarecida e insistentemente.
El pensamiento dualista no descansa casi nunca. Funciona sobre todo cuando tomamos partido de un modo temperamental y luego tachamos al otro bando o partido de falso, equivocado, de herejía o no cierto. Con frecuencia es algo a lo que no nos hemos expuesto todavía, o que amenaza de algún modo a nuestro ego, o que trasciende nuestra formación. La mente dualista parte en dos el momento y prohíbe el lado oscuro, misterioso, paradójico. es nuestro modo corriente de conversar. Básicamente, carece de humildad y de paciencia, y es lo opuesto a la contemplación.
“El pensamiento no dualista es precisamente la contemplación, un término no muy estimulante para describir lo que creíamos que era la oración, pero que describe con una exactitud casi clínica lo que está sucediendo”. El Espíritu Santo nos exime de tomar partido y nos permite permanecer contentos en medio de la oscuridad parcial de cada situación el tiempo suficiente para que esta permanencia nos enseñe, nos agrande, nos enriquezca. Para aprender a hacer esto tenemos que practicar durante muchos años y cometer muchos errores. Pablo expresa esto mismo con gran belleza en su epístola a los Filipenses (4,6-7):
«Orad con acción de gracias, y la paz de Dios, que está por encima de todo juicio ("cuya principal función es realizar distinciones") custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús».

Todo aparece dicho aquí de manera escueta. Los maestros de la contemplación nos enseñan a estar en guardia y no dejar que nos controlen las emociones y los pensamientos obsesivos.
Cuando pensamos de manera no dualista, con la mente y el corazón bien custodiados, nos sentimos pobres por unos momentos, como sumidos en un silencio embarazoso.

(Fr. Richard Rohr, OFM)



COMPASIÓN SILENCIOSA...4


HISTORIA DEL NO DUALISMO

En la tradición cristiana, el no dualismo aguantó el paso del tiempo unos mil quinientos años. "La nube del no saber", una guía mística cristiana (anónima) sobre la contemplación escrita a mediados del siglo XIV, dejó bien claro que el no dualismo seguía constituyendo una parte importante de la tradición cristiana y que el saber tenía que estar compensado por el no saber, y el decir por el no decir. El mensaje básico era que la única manera de conocer verdaderamente a Dios era abandonando toda noción, creencia o conocimiento preconcebidos sobre Él y entregarnos al no saber, pues solamente así podemos empezar a atisbar la verdadera naturaleza de Dios. Es lo que se conoce como la ‘tradición apofática’ o la "oscuridad" desde los tiempos de Dionisio, a finales del siglo VI, a quienes los teólogos escolásticos Aquino y Buenaventura citarían después por extenso en el siglo XIII.
Cuando yuxtaponemos el saber y el no saber, e incluso cuando deseamos no saber, se da ese fenómeno maravilloso llamado fe, que nos permite mantener un horizonte, un campo abierto. De este modo podemos permanecer con la mente humilde y asombrada de un principiante, incluso -por no decir sobre todo- cuando ya hemos alcanzado la edad adulta.
Curiosamente, muchos científicos actuales parecen hacer esto mejor que muchos clérigos cristianos. Los miembros de la comunidad científica pueden vivir con una hipótesis de trabajo, avanzar con una teoría, mientras que son mucho los miembros de comunidades religiosas que no pueden hacerlo; necesitan tener toda la verdad aquí y ahora, y contar con palabras claras y ciertas: "Mi religión/confesión posee toda le verdad; la tuya, no". ¡Qué pérdida de tiempo! ¿No nos damos cuenta de que esto es más amor propio que amor a la verdad? Esta actitud cobró nueva fuerza después de la Reforma, cuando Europa se dividió en católicos y luteranos. Cada grupo se empeñaba en demostrar que estaba cien por cien en lo cierto y que el otro grupo estaba cien por cien equivocado, lo cual, naturalmente, ni era -ni suele ser nunca- verdad.
Y poco después, en la misma estela de la Reforma, tuvimos ese fenómeno curiosamente llamado Iluminismo o Ilustración. ¡Nos robaron la palabra! ¿No hemos pensado nunca en ello? En realidad se trataba de un concepto neotestamentario, en buena parte tomado de Jesús, quien había dicho que él era la Luz o el Iluminador (Jn 8,12) y que nosotros compartiríamos esta luz o iluminación (Jn 9; Mt 5,14-16). ¿Cómo un significado tan amplio y tan espiritual pasó a ser meramente racional? Pues porque perdimos nuestra manera excepcional y brillante de conocer, empeñados en imitar servilmente a nuestros antagonistas y en tomar prestados su vocabulario y su perspectiva. La racionalidad es sin duda una bonita y sutil manera de pensar. Dio origen a la revolución industrial, la revolución científica, la revolución mecánica y la revolución médica. Pocos de nosotros estaríamos sentados aquí y ahora sin lo que ella aportó. ¡Gracias, Señor, por la mente dualista, racional! Es muy buena en sí, pero incapaz de llegar muy lejos. Hay un techo que la mente racional no puede traspasar.
Podemos atrevernos a decir que existen seis cuestiones por encima de este techo y que la mente racional no puede procesar o explicar:

El amor. - El amor no es racional. Es algo que sabemos perfectamente, y sin embargo la mayoría de nosotros moriríamos por él.
La muerte. - La muerte como tal no es racional, no puede explicarse.
La vida. - La vida como tal, ¡qué gran misterio!
El sufrimiento. - Muchas personas se vienen abajo en presencia del sufrimiento, tratan de abordarlo mediante el ego de manera racional o dualista, y echando la culpa a los demás. Otros se elevan de un modo que nos parece imposible.
El infinito (o eternidad). - La noción de ‘infinito’ o eternidad funde todos los plomos de la mente.
El sexo. - Cualquiera que haya tenido sexo admitirá que no hay nada racional en él. Y sin embargo hay mucha gente que vive y muere por él.

¿Qué nos ha hecho pensar que las cosas verdaderamente grandes son realmente racionales?           Cuando abordamos estas cuestiones desde un mero nivel racional nos estamos cerrando a lo no racional, a nuestra inteligencia emocional, la inteligencia intuitiva, personal y contextual, que es fundamental para conocer algo de manera espiritual o plena. Nos hemos empeñado en resolver cuestiones cruciales a este nivel, es decir, con una moral dualista, cargada de dogmas y doctrinas; pero esta es una conciencia de bajo nivel, que nos impide acceder a niveles superiores, como es la experiencia mística.
La nuestra es sin duda una época maravillosa, en la que se está intentando redescubrir la mente contemplativa en una Iglesia católica que parecía haberla olvidado y en una "era protestante" en la que nunca se había enseñado dicho concepto. Gracias a Dios, también había honrosas excepciones; me refiero a esas personas que, a través de un gran amor y un gran sufrimiento, habían alcanzado una mente contemplativa por sí solas, sin ni siquiera saber que eran contemplativas ni utilizar esta palabra para poder describirse como tales.
Después de la Reforma y de la Ilustración -o Iluminismo-, la Iglesia asumió una postura defensiva, llamada también "mentalidad de estado de sitio". Cada una de las denominaciones cristianas hizo lo mismo. Todos ansiábamos tener certeza, orden, una explicación para demostrar que nuestra denominación era la correcta, como si eso tuviera algo que ver con la fe o el amor. No nos dábamos cuenta de que casi todo el mundo nos miraría y concluiría que, en su conjunto, una religión que podía perder el tiempo en dichas disputas egocéntricas no podía por menos de estar equivocada. En su mayor parte, la contemplación ya no se enseñaba de manera sistemática, ni siquiera en el seno de las órdenes religiosas ni de las propias comunidades contemplativas.
Y sin embargo, hay muchas personas cuyas almas viven aún en ese lugar silencioso, especioso, abierto, que es invariablemente fruto de un gran amor o de un gran sufrimiento, y generalmente de ambas cosas. Tal es el sendero natural y universal hacia la contemplación. No necesitamos ser célibes, monjes, ni siquiera especialmente ascéticos (salvo en la mente y el corazón) para ser contemplativos.
Aunque la senda universal es el amor y el gran sufrimiento, la oración interior consciente puede acelerar esta senda hacia la contemplación y la transformación. El mero recitar plegarias puede ser también, en palabras de san Juan Casiano (360-435), una "paz perniciosa". Este temprano monje cristiano, que introdujo en occidente las ideas y prácticas del monacato egipcio en los albores de la Edad Media, vio claramente que la oración puede ser peligrosa si no nos lleva al gran amor y nos permite evitar el sufrimiento necesario en nombre de la religión.
Quienes caen en la red de seguridad del silencio descubren que no se trata en absoluto de una caída en el individualismo. Pues, si tal fuera el caso, se tratará entonces de dicha paz perniciosa, La verdadera oración o contemplación es, antes bien, un salto a lo compartido, a lo comunitario: sabemos que lo que experimentamos se sostiene en todos los demás y que ya no estamos solos. Formamos parte de un todo, somos una parte enteramente agradecida.
Esa es la razón por la que podemos ser célibes los llamados al celibato, porque vivimos una especie de intimidad con todo. Todo nos parece como una sacudida, una alegría, una posibilidad, una comunión, una conexión. Asimismo, el celibato es una elección equivocada para quien no ha accedido a cierto nivel de oración contemplativa; en tal caso, la cosa ‘no va a funcionar’ básicamente, y la persona en cuestión acabará como un "soltero o soltera estéril y frustrado". Por eso también hemos tenido los escándalos de pedofilia: hay jóvenes bien intencionados que se meten al seminario creyendo que pueden vivir la vida a este nivel más profundo pese a carecer de las herramientas interiores necesarias.
A una escala menor, la Iglesia hizo lo mismo con el laicado al decirle que creyera unas doctrinas, como la de la Trinidad o las dos naturalezas de Cristo, que no pueden entenderse con una mente dualista. Lo único que podemos hacer es asentir intelectualmente a dichas doctrinas, pero éstas no tienen ninguna posibilidad dinámica de abrir nuestro corazón o nuestra mente ni de darnos una paz fundacional. Más bien, cierran nuestro corazón y nuestra mente al hacernos vivir en una especie de irrealidad.
El principio del tres, que nosotros llamamos Trinidad, deshace el principio del dos y afirma que todo poder se halla en una "relación entre". Como dice Cynthia Bourgeault, teóloga canadiense, sacerdotisa episcopaliana, escritora y directora de retiros espirituales, «pues lo más importante de la doctrina de la Trinidad es que todo el poder no está en los nombres de las tres partículas, sino en la relación entre ellas».
En cada aspecto del universo -modelado sobre la forma misma de Dios como Trinidad-, existe un modelo fundacional de dar y recibir. Una vez que tenemos una dinámica y rebosante noria de amor, como la llamara el franciscano san Buenaventura, el líquido solamente fluye en una dirección siempre positiva, siempre regalando, siempre rebosando, donde no hay en Dios ninguna posibilidad de ira, desamor, enojo u odio.
La doctrina de la Trinidad se hizo para movernos al principio dinámico del tres, donde siempre hay un movimiento hacia delante. Pero el ego nos retrotrajo, de manera natural, al principio de dos, que es intrínsecamente comparativo, competitivo, antagónico y generalmente de tipo disyuntivo ("o esto o eso"). La Trinidad deshace dicha tipología, invitándonos a saltar dentro de ese flujo y dejarlo ocurrir y discurrir. Y la única manera de saltar realmente dentro de él es permanecer en el amor, incluso en nuestra mente. He aquí un aforismo que empleo a menudo:

«Cuidemos nuestros pensamientos, pues se convertirán en palabras. Cuidemos nuestras palabras, pues se convertirán en acciones. Cuidemos nuestras acciones, pues se convertirán en hábitos. Cuidemos nuestros hábitos, pues se convertirán en nuestro carácter. Cuidemos nuestro carácter, pues se convertirá en nuestro destino».

La contemplación y el silencio cortan de raíz el ego y sus aspectos negativos enseñándonos a cuidar y guardar nuestros pensamientos.

(Fr. Richard Rohr, OFM)

COMPASIÓN SILENCIOSA...5


SOLEDAD FRENTE A SILENCIO       

Ahora me gustaría establecer una importante distinción entre soledad y silencio. La soledad como tal no es silencio. La soledad emerge a menudo porque no nos gusta la gente, porque estamos enfadados con nuestra pareja o queremos apartarnos de unos individuos especialmente ruidosos -o simplemente porque somos unas personas introvertidas-, y no hay nada intrínsecamente equivocado o correcto en eso. Pero en este tipo de soledad tampoco hay nada que posea una virtud transformadora. Funciona, lo que no quiere decir que conecte. Una verdadera soledad tiene que encuadrarse en un silencio más amplio, un silencio compartido, que trascienda la mera ausencia de ruido. El verdadero silencio mantiene los contrarios, algo que no pueden hacer las palabras. Media entre -y resuelve las polaridades de- cada lado. El silencio es el espacio que media entre las palabras y el entorno de las ideas. Cada parte de toda discusión debe viajar por la amplia y pacificadora superficie del silencio antes de poder alcanzar a la otra. Y caminando por esta amplia carretera del silencio, uno es mucho más humilde y menos enjuiciador del otro. El silencio tampoco pone palabras en boca del otro ni hace caricaturas de él. Obviamente, no anuncia a voces los nombres, sino que espera pacientemente a que el otro se nombre a sí mismo.
Sin ese silencio alrededor de las palabras y las ideas, solamente hay más análisis y un comentario infinito, precisamente eso que ‘dejamos de’ hacer en la práctica contemplativa
Aquí suspendemos el comentario, especialmente una vez que hemos descubierto cuán autorreferenciales son la mayor parte de los comentarios. Este tipo de diálogo interno con nosotros mismos nunca nos acercará a la Gran Verdad.
¡Quién no ha repasado en su mente una discusión inminente con su jefe, pareja o alguien próximo! Como el hijo pródigo antes de volver a casa, practicando lo que le va a decir a su padre, el ego temeroso ensaya su postura defensiva.
Pero cuando hacemos eso notamos que empleamos las palabras que van a ganar nuestro caso y a derrotar a la otra parte. Si somos sinceros con nosotros mismos, reconoceremos que no estamos buscando realmente la verdad, sino más bien tratando de parecer buenos, atinados, o de preservar nuestro trabajo, matrimonio o cualquier otra cosa. Y no cabe duda de que Dios entenderá eso.
Pero la mente contemplativa va más allá y lee la realidad a un nivel diferente de la disyuntiva "o esto o eso". Deberíamos ser más partidarios del "Sí y también", en lugar del "Sí, pero" porque el "pero" torna la frase adversativa: esto, y no eso. Lo cual nos lleva directamente al pensamiento antagónico o defensivo.
Como sacerdote católico que soy, yo me he formado en la Tradición. Creo conocer bien la Tradición y la ortodoxia. Pero los franciscanos nos consideramos a menudo una especie de ortodoxia alternativa dentro de la Iglesia por cuanto hacemos énfasis en cosas diferentes. En general, Francisco hizo más hincapié en la "ortopraxis" que en la mera ortodoxia verbal, centrándose más en cómo ‘vivimos’ que en lo que decimos que ‘creemos’. (Ahora estamos viviendo este mismo hincapié en su tocayo el papa Francisco, algo que está produciendo todo un revuelo a nivel mundial).
Francisco no era académico. Insistió sobre todo en la conveniencia de llevar una vida sencilla, no violenta, en este mundo. Una frase que se le atribuye, y que se ha hecho hoy muy popular, es en realidad una paráfrasis de algo que aparece en nuestra Regla Franciscana y en una de sus "Admoniciones": "Predicad el evangelio todo el tiempo. Cuando sea necesario, utilizad palabras". En sus primeras biografías, dice también a los hermanos cosas parecidas.
Predicar el evangelio todo el tiempo. Su estilo de vida era el evangelio, algo que encontramos también de manera parecida en las tradiciones de los menonitas, los amish, los waldenses y los cuáqueros. No discutir sobre las palabras, pues ello conduce siempre a una toma de partido dualista, sectaria. Vivir simplemente proclamando a Jesús, vivir de manera que todo el mundo reconozca que rezumamos el amor y la compasión de Jesús.
Por supuesto, el silencio no es luchar por una doctrina, sino convenir en que no lo sabemos todo y no hablar demasiado deprisa. Es un modo de vida más que una doctrina que se puede imponer. Dentro del silencio -especialmente del silencio prolongado- vemos que las cosas encuentran su verdadero orden y significado de un modo natural. Y cuando las cosas encuentran su verdadero orden, sabemos qué es lo importante, lo que perdura, lo que es real, eso que Jesús habría llamado Reino de Dios, es decir, lo que realmente importa. Todo lo demás es fugaz. Todas esas cosas que tanto nos emocionaron el miércoles pasado y que ni siquiera recordamos ya, son eso que los budistas llaman atinadamente con el nombre de vacío. No tiene una sustancia duradera, y en tal sentido no son reales.
Y sin embargo somos capaces de dar la vida por una emoción de la que no quedará ni rastro la semana que viene. Nos gusta envolver el ego con emociones, a las que damos un peso y una importancia que no merecen. Los sentimientos son intrínsecamente autorreferenciales, lo que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, pero también nos mantienen encerrados en nuestro pequeño mundo si los tomamos demasiado en serio o nos apegamos a ellos. Los sentimientos siempre versan sobre "mí", lo que nos proporciona autoconocimiento, pero también nos encarcelan en dicha mismidad si no los utilizamos para seguir avanzando.
Mi metáfora preferida para describir el Reino de Dios de Jesús es la de la perspectiva general. En la perspectiva general, ¿qué es lo que realmente importa? Cuando estemos en nuestro lecho de muerte, ¿qué nos va a importar realmente? ¿Pensaremos, por ejemplo, en lo que estamos pensando en este momento? ¿Discutiremos sobre lo que estamos discutiendo ahora? El núcleo de nuestra batalla espiritual consiste en saber sustraernos al tirón de la emoción del ego, que quiere siempre tener razón, ganar, arrastrar al otro por los suelos, humillar al enemigo. Es ahí básicamente donde debemos poner nuestra energía en vez de obsesionarnos con cuestiones morales, teóricas o reales, que generalmente exigen poco de nosotros en el plano personal.
Cuando tomamos partido o descubrimos que hemos ganado una causa solemos sentirnos muy a gusto.  Pero el silencio permite que las cosas emerjan en toda su totalidad -"en todos los niveles, en todas las fases"-, impidiendo que sigamos aprisionados en un solo nivel, en una sola fase.
En ese nivel o estadio único siempre estamos tratando de defender algo. Por eso todas las discusiones entre las personas, en cualquier nivel de crecimiento, están condenadas a cierto grado de incomprensión. Fuera de la mente contemplativa, esas discusiones son casi siempre egocéntricas y su único objeto es ganar. El Congreso de los Estados Unidos es un buen ejemplo de lo que decimos, sobre todo en los últimos años: nuestros representantes, por lo demás bien educados, suelen hablar de una manera sumamente estrecha y ciega, hasta el punto de que ya nos hemos acostumbrado a esperar solamente eso de ellos. Al nivel en que se desenvuelven sus intercambios, no es posible ni el amor ni la búsqueda de la verdad -ni tan siquiera de la realidad-; únicamente prima el amor a la victoria, que es justo lo que el ego más desea, junto con asegurarse de que la otra parte salga derrotada.
La mente dualista gusta de exagerar las diferencias y, en general, de todo lo que suponga la derrota del otro. Cuando no experimentamos la comunión, cuando no experimentamos la conciencia unitiva, lo único que queda son las diferencias. estas se convierten entonces en un fácil punto de referencia, que solemos recalcar y llevar hasta el extremo. Son las primeras fases de lo que René Girard llamará atinadamente "el mecanismo del chivo expiatorio", el cual, según dice también funciona en su mayor parte de manera inconsciente. ¡La contemplación tiene, entre otras virtudes, la de hacernos conscientes de estas cosas!
Durante la primera parte de la vida todos somos bastante dualistas, y hasta es necesario que empecemos siendo así. Necesitamos primero hacer distinciones para después poder trascenderlas. ¡Cómo no las vamos a hacer! Esperamos que los jóvenes hagan distinciones y se centren en ganar. A tal fin deben conocer bien a su grupo, su equipo, su nacionalidad, su raza, su religión, su vecindario. Hasta ahora la mayor parte de la historia no ha pasado de la conciencia de la primera mitad de la vida.
Necesitamos ver el silencio, y la nada en sí, como una especie de estar en la gran cadena del ser, como el primer eslabón del que surgen todos los demás. San Buenaventura, ese genio espiritual italiano que siguió la línea intelectual del nada académico Francisco, nos guió a través de la gran cadena del ser, desde las cosas materiales al alma interior, hasta lo Divino. Y Juan Duns Escoto, otro franciscano de la primera hora, sostuvo que compartimos una misma voz con la tierra como tal, con los minerales que hay dentro de la tierra, con las flores, los árboles y las hierbas, con los animales, los humanos, los coros angélicos y con lo divino. Según estos dos místicos, una vez que dejamos de ver lo divino en cualquier eslabón de esta cadena, todas las cosas se vienen abajo. O todo es obra de Dios o nos costará mucho trabajo encontrar a Dios en las cosas simples. Este mundo escindido y confuso es el mundo postmoderno en el que vivimos hoy, que no sabe envolver todas las cosas de silencio y fundarlas en él.
Incluso en el Catecismo de Baltimore, en el que tantas generaciones de jóvenes católicos estadounidenses se han educado, la Iglesia ha ofrecido unos mensajes sobre Dios harto ambiguos. La respuesta a la pregunta "¿Dónde estás Dios?" (pregunta 16) rezaba así: "Dios está en todas partes". Pero luego, a lo largo del catecismo apreciamos que Dios ‘no’ está realmente en todas partes, sino solamente en la Iglesia católica romana. Y, en esta Iglesia católica romana, Jesús estaba solamente en el tabernáculo. Y ello únicamente si el sacerdote celebraba una misa válida y se hallaba en estado de gracia. Así pues, Dios estaba encerrado con llave, una llave que solamente el sacerdote poseía. Sin querer, pusimos los cimientos del ateísmo moderno al proclamar una y otra vez dónde ‘no’ estaba Dios, y donde ni siquiera se le ‘permitía’ estar. Este cristianismo inmaduro dio origen al secularismo, al no apreciar el silencio ni, por tanto, esa belleza y ese pegamento de la gracia que conecta toda cosa con el resto del universo. Esto lo hicimos por no cultivar el humilde silencio que precede a todas nuestras palabras y distinciones.
Y así, mientras por un lado pretendíamos que Dios estaba en todas partes, por el otro aseverábamos que Dios no estaba en casi ningún lugar.
El silencio permite el todo y no se pierde en -ni se "hiperidentifica" con- las partes. Sin silencio, casi todas las cosas se vuelven aburridas, superfluas o simplemente una cosa más. Y entonces nos preocupamos por el tamaño, la masa, la velocidad, la influencia, el "famoseo" y no por el significado o lo verdaderamente relevante. Como si únicamente los poetas y los místicos tuvieran tiempo para cosas como el significado o la profundidad.
Basándose de nuevo en el amor a los animales y a las criaturas que mostró Francisco -el hermano sol, la hermana luna...-, Escoto dijo que Dios no crea el género y las especies; Dios únicamente crea ‘esta cosa concreta’: esta rana, este momento, este perro… Y el hecho de que este perro persista y esté aquí en este momento significa que Dios lo está eligiendo y amando justo ahora, pues de lo contrario caería en el olvido. ¡Ah, qué bonito es esto! Al menos eso pienso yo.
Solamente hay ecceidad en la buena filosofía franciscana, que es una manera diferente de hablar del misterio de la encarnación. Por eso Juan Duns Escoto gustó a tantos poetas. El poeta y jesuita inglés del siglo XIX Gerard Manley Hopkins fue un escotista, al igual que el trapense y místico americano del siglo XX Thomas Merton. Y el jesuita Theilhard de Chardin fue el moderno Escoto francés por su amor a las cosas materiales y concretas.

(Fr. Richard Rohr, OFM)

lunes, 22 de octubre de 2018

COMPASIÓN SILENCIOSA...6



RESUMEN
El silencio atrae el significado. Si pasamos una hora entera en silencio, será difícil no escribir un poema.
En el silencio, todo se torna real. Todo merece un poema. El silencio revela la plenitud del ahora en vez de esperar y querer siempre más, en vez de esperar que ocurra lo siguiente, lo más interesante.
Pero lo que tenemos que recordar es que la manera como hacemos algo es la manera como lo hacemos todo. Y la manera como hagamos este momento será la manera como hagamos el momento siguiente. Y si estamos muy aburridos con este momento, estaremos muy aburridos con el momento siguiente.
Tenemos que estar despiertos justo ahora. Y podemos estarlo a través del silencio. No se trata de ser más morales, sino de ser más conscientes, ¡lo cual acabará haciéndonos mucho más morales! Ser vulnerables ante un momento significa darle el poder de cambiarnos. Si no damos a otra persona, a otro animal, acontecimiento, situación o emoción el poder de influirnos, de cambiarnos, entonces no intimaremos con el momento, no seremos vulnerables ante la única realidad que tenemos.
En muchos aspectos, la intimidad ante el momento, la vulnerabilidad en presencia de toda realidad es el nombre mismo de la espiritualidad. Sería realmente heroico si pudiéramos vivir toda nuestra vida dentro de este tipo de membrana semipermeable. Permitiría a todos los acontecimientos entrar lo suficiente para cambiarnos realmente y permitirnos salir de nuestras prisiones -para cambiar el mundo un poco, ojalá-. Si nuestra espiritualidad no nos hace más vulnerables, dudo que nos pueda servir de mucho.
El silencio, si respondemos aunque sea a una pequeña parte de él, diríase que se oculta y oculta. Pero si permanecemos abiertos, entonces revela más. Revela y oculta, revela y oculta, revela y oculta; espera a ver si lo vamos a utilizar de una manera no manipuladora, y si no somos manipuladores, entonces da más de sí. Por favor, pensemos en esto unos momentos.
Seamos pues pacientes con el silencio. Primero ofrece un poco, y luego ofrece más si no hacemos mal uso de ese poco que nos ha ofrecido. Es como flotar en el agua: una vez que dejamos de pelear con ella, flotamos mejor.
Dejemos abierto el silencio. No intentemos calmar la tormenta. No nos precipitemos a resolver el conflicto interno. No busquemos una respuesta facilona, rápida, antes bien, dejemos todas las cosas unos instantes en el espacio silencioso. No nos precipitemos a emitir un juicio. Dios es el único juez. El silencio interior nos libera de la onerosa tarea de pensar que nuestro juicio es necesario o importante.
El verdadero silencio hace que pasemos de conocer cosas a percibir una Presencia que posee una realidad en sí. ¿Podría ser eso Dios? Entonces se da una mutualidad entre nosotros y todas las cosas, una relación yo-tú, como diría el filósofo del siglo XX Martín Buber, y no una relación yo-ello, que se da cuando experimentamos todo como una mercancía, como algo útil, como algo utilitario. En cambio, la relación yo-tú se da cuando podemos respetar una cosa simplemente tal y como es, sin ajustarla, nombrarla, cambiarla, arreglarla, controlarla o tratar de explicarla. ¿Es esa la mente que puede conocer a Dios? Yo creo que sí.
Este silencio es la paz que el mundo no puede dar (Jn 14,27). Lo cual no significa que no exista un lugar para explicar, un lugar para comprender. Pero primero tenemos que aprender a decir "Sí" a este momento. Es por el sí por donde tenemos que empezar. Si empezamos por el no, que es criticador, juzgador, encasillador, analizador, desestimador, será muy difícil volver al sí.
Debemos aprender a empezar cada encuentro individual con un sí fundacional antes de atrevernos a pasar al no. He aquí el meollo de la contemplación, que exige toda una vida de práctica. Pero ahora que hemos empezado, ya podemos vivir cada día con la mente del principiante, que siempre retorna, que siempre está en silencio antes de atreverse a hablar.

(Fr. Richard Rohr, OFM)