sábado, 25 de marzo de 2017

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIIº

EL AMOR A DIOS Y LA DESDICHA VIIº

Cuando miramos un periódico al revés, vemos las extrañas formas de los caracteres impresos. Cuando lo ponemos al derecho, ya no vemos caracteres sino palabras. El pasajero de un barco azotado por la tempestad siente cada sacudida como una conmoción en sus entrañas. El capitán percibe solamente la compleja combinación del viento, la corriente, el oleaje, con la disposición del barco, su forma, su velamen, su timón.
Como se aprende a leer, como se aprende un oficio, de la misma forma se aprende a sentir en todas las cosas, por encima de todo y casi exclusivamente, la obediencia del universo a Dios. Se trata realmente de un aprendizaje y, como todo aprendizaje, exige tiempo y esfuerzo. Para quien ha llegado al final, no hay más diferencias entre las cosas, entre los acontecimientos, que las percibidas por quien, sabiendo leer, observa una misma frase reproducida varias veces con tinta roja y azul y con caracteres distintos. El que no sepa leer no verá más que diferencias; mas para quien sabe, todas las frases serán equivalentes, puesto que su contenido es el mismo. Para quien ha terminado el aprendizaje, todas las cosas y acontecimientos son siempre la vibración de la misma palabra divina infinitamente dulce. Esto no quiere decir que esta persona no sufra, pues el dolor es la colaboración que toman ciertos acontecimientos, y ante una frase escrita con tinta roja, tanto el que sabe leer como el que no ven igualmente el rojo; pero la coloración no tiene la misma importancia para ambos.
Cuando un aprendiz se hace daño o se queja de cansancio, los obreros, los campesinos, tienen una hermosa expresión: “Es el oficio que entra en el cuerpo”. Cada vez que sufrimos un dolor podemos decir en verdad que es el universo, el orden y la belleza del mundo, la obediencia de la creación a Dios, lo que nos entra en el cuerpo. ¿Cómo no bendecir con el más tierno reconocimiento al Amor que nos envía ese don?
La alegría y el dolor son dones igualmente preciosos, que deben ser íntegramente saboreados, tanto uno o como otro, cada uno en su pureza, sin tratar de mezclarlos. Por la alegría, la belleza del mundo penetra en nuestra alma. Por el dolor entra en el cuerpo. Sólo con la alegría no podríamos ser amigos de Dios, como no se puede llegar a ser capitán con el solo estudio de manuales de navegación. El cuerpo tiene su lugar en todo aprendizaje. En el plano de la sensibilidad física, el dolor es el único contacto con la necesidad que constituye el orden del mundo, pues el placer no encierra la impresión de necesidad. Es una parte más elevada de la sensibilidad la que es capaz de percibir la necesidad en la alegría, y sólo a través del sentimiento de la belleza. Para que la totalidad de nuestro ser llegue un día a ser íntegramente sensible a esa obediencia que es la sustancia de la materia, para que se forme en nosotros un sentido nuevo que permita escuchar el universo entero como la vibración de la palabra de Dios, las virtudes transformadoras del dolor y la alegría son igualmente indispensables. Cuando se presentan, hay que abrir a ambas la totalidad del alma, como se abre la puerta a un mensajero de la persona amada. ¿Qué le importa al amante que el mensajero sea cortés o brutal si le entrega su mensaje?
Pero la desdicha no es el dolor. La desdicha es algo muy distinto a un procedimiento pedagógico de Dios.
La infinitud del espacio y el tiempo nos separan de Dios. ¿Cómo buscarlo? ¿Cómo ir hacia él? Aunque caminásemos durante siglos no haríamos más que girar alrededor de la tierra. Incluso en avión no podríamos hacer otra cosa; no nos es posible ascender verticalmente, no podemos dar un paso hacia los cielos. Dios atraviesa el universo y viene hacia nosotros.
Por encima de la infinitud del espacio y el tiempo, el amor infinitamente más infinito de Dios viene y nos toma. Llega justo a su hora. Tenemos la posibilidad de aceptarlo o rechazarlo. Si permanecemos sordos, volverá una y otra vez como un mendigo., pero también como un mendigo llegará el día en que ya no vuelva. Si aceptamos, Dios depositará en nosotros una pequeña semilla y se irá. A partir de ese momento, Dios no tiene que hacer nada más, ni tampoco nosotros, sino esperar. Pero sin lamentarnos del consentimiento dado, del “sí” nupcial. Esto no es tan fácil como parece, pues el crecimiento de la semilla en nosotros es doloroso. Además, por el hecho mismo de aceptarlo, no podemos dejar de destruir lo que le molesta, tenemos que arrancar las malas hierbas (¿?), cortar la grama; y desgraciadamente esta grama forma parte de nuestra propia carne, de modo que esos cuidados de jardinero son una operación violenta. Sin embargo, en cualquier caso, la semilla crece sola. Llega un día en que el alma pertenece a Dios, en que no solamente da su consentimiento al amor, sino en que, de forma verdadera y efectiva, ama. Debe entonces, a su vez, atravesar el universo para llegar hasta Dios. El alma no ama como una criatura, con amor creado. El amor que hay en ella es divino, increado, pues es el amor de Dios hacia Dios que pasa por ella. Sólo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros sentimientos propios para dejar paso a ese amor en nuestra alma. Esto significa negarse a sí mismo. Sólo para este consentimiento hemos sido creados.


(A la espera de Dios; Simone Weil)

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