EL AMOR AL ORDEN DEL MUNDO
El amor al orden del mundo y su belleza
es el complemento del amor al prójimo. Procede del mismo renunciamiento, imagen
del renunciamiento creador de Dios. Dios trae a la existencia este universo
consintiendo en no dominarlo, aunque podría hacerlo, dejando que en su lugar
impere, por una parte, la necesidad mecánica asociada a la materia, incluida la
materia psíquica del alma, y, por otra, la autonomía esencial de los procesos
pensantes.
Por medio del amor al prójimo imitamos
el amor divino que nos ha creado a nosotros y a todos nuestros semejantes. Por
el amor al orden del mundo imitamos el amor divino que ha creado este universo
del que formamos parte.
El hombre no tiene que renunciar a
dominar la materia y las almas puesto que no cuenta con poder para hacerlo.
Pero Dios le ha conferido una imagen de ese poder, una divinidad imaginaria,
para que también él pueda, aun siendo criatura, vaciarse de su divinidad.
Así como Dios, estando fuera del
universo, es el mismo tiempo su centro, así también el hombre se sitúa de forma
imaginaria en el centro del mundo. La ilusión de la perspectiva le sitúa en el
centro del espacio; una ilusión semejante falsea en él el sentido del tiempo;
otra ilusión del mismo tipo dispone a su alrededor toda la jerarquía de
valores. Esta ilusión se extiende incluso al sentimiento de la existencia, a
causa de la íntima unión que en nosotros hay entre el sentimiento de valor y el
sentimiento de ser; el ser nos parece cada vez menos denso a medida que se
aleja de nosotros.
Rebajamos a su nivel, a nivel de la
imaginación mixtificadora –deformadora, engañadora-, la forma espacial de esa
ilusión. Estamos obligados a ello, pues, de otro modo, no percibiríamos ni un
solo objeto, ni siquiera nos controlaríamos lo bastante para dar un solo paso
de manera consciente. Dios nos procura así el modelo de la operación que debe
transformar nuestra alma. Así como aprendemos de niños a rectificar y reprimir
lo ilusorio de la percepción del espacio, debemos hacer otro tanto respecto a
la percepción del tiempo, de los valores, del ser. De otro modo seremos
incapaces, en todo lo que sea ajeno a la dimensión espacial, de discernir un
solo objeto o de dar un solo paso.
Estamos en la irrealidad, en el sueño.
Renunciar a nuestra situación central imaginaria, no sólo con la inteligencia
sino también con la parte imaginativa del alma, es despertar a lo real, a lo
eterno, ver la verdadera luz, oír el verdadero silencio. Se opera entonces una
transformación en la raíz misma de la sensibilidad, en el modo inmediato de
recibir las impresiones sensoriales y las impresiones psicológicas. Es una
transformación análoga a la que se produce cuando, de noche en un camino,
distinguimos de repente un árbol donde habíamos creído ver un hombre agachado;
o cuando percibimos un susurro de hojas donde habíamos creído oír un cuchicheo.
Se ven los mismos tonos, se oyen los mismos sonidos, pero no es de la misma
forma.
Vaciarse de la falsa divinidad, negarse
a sí mismo, renunciar a ser en la imaginación el centro del mundo, comprender
que todos los puntos podrían serlo igualmente y que el verdadero centro está
fuera del mundo, es dar el consentimiento al reino de la necesidad mecánica en
la materia y de la libre elección en el centro de cada alma. Este
consentimiento es amor. La forma en que este amor se muestra cuando se orienta
hacia las personas pensantes es la caridad hacia el prójimo; cuando se orienta
hacia la materia, es amor al orden del mundo, o, lo que es igual, amor a la
belleza del mundo.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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