ÚLTIMOS PENSAMIENTOS
Casablanca, 26 de mayo de 1942
…No tengo necesidad de ninguna
esperanza, de ninguna promesa, para creer que Dios es rico en misericordia.
Conozco esa riqueza con la certeza de la experiencia, yo misma la he tocado. Lo
que de ella conozco por contacto sobrepasa de tal modo mi capacidad de
comprensión y gratitud que ni la misma promesa de felicidades futuras añadiría
nada al significado que para mí tiene, de la misma forma que para la
inteligencia humana la adición de dos infinitos no es una adición.
La misericordia de Dios se manifiesta en
la desdicha tanto, o quizá más, que en la alegría, pues bajo aquella forma no
tiene analogía con nada humano. La misericordia del hombre no aparece más que
en el don de la alegría o bien al infligir un dolor con vistas a efectos externos,
curación del cuerpo o educación. Pero no son los efectos externos de la
desdicha los que dan testimonio de la misericordia divina. Los efectos externos
de la verdadera desdicha son casi siempre malos. Cuando se quiere disimularlo,
se miente. Es en la desdicha misma donde resplandece la misericordia de Dios,
en lo más hondo de ella, en el centro de su amargura insondable. Si,
perseverando en el amor, se cae hasta el punto en que el alma no puede ya
retener el grito «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», si se permanece en
ese punto sin dejar de amar, se acaba por tocar algo que no es ya la desdicha,
que no es la alegría, que es la esencia central, intrínseca, pura, no sensible,
común a la alegría y al sufrimiento y que es el amor mismo de Dios.
Se sabe entonces que la alegría es la
dulzura del contacto con el amor de Dios, que la desdicha es la herida de este
mismo contacto cuando es doloroso y que lo único importante es el contacto, no
la modalidad.
De la misma forma que si se vuelve a ver
a un ser querido tras una ausencia prolongada, lo importante no son las
palabras que con él se intercambian, sino sólo el sonido de su voz que nos
asegura su presencia.
El conocimiento de esta presencia de
Dios no consuela, no quita nada a la horrible amargura de la desdicha ni cura
la mutilación del alma. Pero se sabe de manera cierta que la sustancia de esa
amargura y de esa mutilación es el amor de Dios hacia nosotros.
Quisiera, por gratitud, ser capaz de
dejar testimonio de ello. El poeta de ‘La
Ilíada’ amó suficientemente a Dios para disponer de tal capacidad. Pues ése
es el significado implícito del poema y la fuente única de su belleza, aunque
apenas se haya comprendido.
Aun cuando no hubiera nada más para
nosotros que la vida terrena, aun cuando el instante de la muerte no nos
aportase nada nuevo, la sobreabundancia infinita de la misericordia divina está
ya secretamente presente, aquí, en toda su integridad.
Si, por una hipótesis absurda, muriera
sin haber cometido faltas graves y cayera, no obstante, al fondo del infierno,
debería de todas formas una gratitud infinita a Dios por su infinita
misericordia a causa de mi vida terrena, por más que yo pueda ser un objeto tan
mal acabado. Incluso en ese caso, creería haber recibido toda mi parte en la
riqueza de la misericordia divina. Pues ya aquí recibimos la capacidad de amar
a Dios y de representárnoslo con toda certeza como poseedor de una sustancia
que es una alegría real, eterna, perfecta, infinita. A través de los velos de
la carne, recibimos de lo alto suficientes presentimientos de eternidad para
disipar todas las dudas que sobre ese punto puedan suscitarse.
¿Qué más pedir? ¿Qué más desear? Una
madre, una amante, teniendo la certeza de que su hijo, su amante, está en la
alegría, no podría pedir ni desear otra cosa. Y aún tenemos mucho más, pues lo
que amamos es la alegría perfecta en sí misma. Cuando esto se sabe, la propia
esperanza se torna inútil, pues deja de tener sentido. Lo único que queda
esperar es la gracia de no desobedecer. El resto es asunto de Dios y no nos
concierne.
…/…
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
No hay comentarios:
Publicar un comentario