AUTOBIOGRAFÍA
Tuve tres contactos con el catolicismo
verdaderamente cruciales:
Después del año de estancia en la
fábrica, antes de volver a la enseñanza, mis padres me llevaron a Portugal;
allí los dejé para ir sola a una pequeña aldea. Tenía el alma y el cuerpo
hechos pedazos; el contacto con la desdicha había matado mi juventud. Hasta
entonces no había tenido experiencia de la desdicha, salvo de la mía, que, por ser
mía, me parecía de escasa importancia y que no era, por otra parte, sino una
desdicha a medias, puesto que era biológica y no social. Sabía muy bien que
había mucha desdicha en el mundo, estaba obsesionada con ella, pero nunca la
había constatado mediante un contacto prolongado. Estando en la fábrica,
confundida a los ojos de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa
anónima, la desdicha de los otros entró en mi carne y en mi alma. Nada me
separaba de ella, pues había olvidado realmente mi pasado y no esperaba ningún
futuro, pudiendo difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a aquellas
fatigas. Lo que allí sufrí me marcó de tal forma que, todavía hoy, cuando un
ser humano, quienquiera que sea y en no importa qué circunstancia, me habla sin
brutalidad, no puedo evitar la impresión de que debe haber un error y que, sin
duda, ese error va desgraciadamente a disiparse. He recibido para siempre la
marca de la esclavitud como la marca de hierro candente que los romanos ponían
en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces me he considerado
siempre una esclava.
Con este estado de ánimo y en unas
condiciones físicas miserables, llegué a ese pequeño pueblo portugués, que era
igualmente miserable, sola, por la noche, bajo la luna llena, el día de la
fiesta patronal. El pueblo estaba al borde del mar. Las mujeres de los
pescadores caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y
entonaban cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada
podría dar una idea de aquello. Jamás he oído algo tan conmovedor, salvo el
canto de los sirgadores del Volga. Allí tuve de repente la certeza de que el
cristianismo era por excelencia la religión de los esclavos, de que los
esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos.
En 1937 pasé en Asís dos días
maravillosos. Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa
María degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó
san Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a
ponerme de rodillas.
En 1938 pasé diez días en Solesmes, del
domingo de Ramos al martes de Pascua, siguiendo los oficios. Tenía intensos
dolores de cabeza y cada sonido me dañaba como si fuera un golpe; un esfuerzo
extremo de atención me permitía salir de esta carne miserable, dejarla sufrir
sola, abandonada en su rincón, y encontrar una alegría pura y perfecta en la
insólita belleza del canto y las palabras. Esta experiencia me permitió
comprender mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través
de la desdicha. Evidentemente, en el transcurso de estos oficios, el
pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre.
…/…
Este poema, que alguien me dio a
conocer, lo he aprendido de memoria y a menudo, en el momento culminante de las
violentas crisis de dolor de cabeza, me he dedicado a recitarlo poniendo en él
toda mi atención y abriendo mi alma a la ternura que encierra. Creía repetirlo
solamente como se repite un hermoso poema, pero, sin que yo lo supiera, esa
recitación tenía la virtud de una oración. Fue en el curso de una de esas
recitaciones, como ya he narrado, cuando Cristo mismo descendió y me tomó.
AMOR
El Amor me acogió, mas mi alma se
apartaba,
culpable de polvo y de pecado.
Pero el Amor que todo lo ve, observando
mi entrada vacilante
se acercó hasta mí, diciéndome con
dulzura:
¿hay algo que eches en falta?
Un invitado, respondí, digno de
encontrarse aquí.
Tú serás ese invitado, dijo el Amor.
¿Yo, el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi amado!
yo no puedo mirarte.
El Amor tomó mi mano y replicó
sonriente:
¿quién ha hecho esos ojos sino yo?
Es cierto, señor, pero yo los ensucié;
que mi vergüenza
vaya donde se merece.
¿Y no sabes, dijo el Amor, quién ha
tomado sobre sí la culpa?
¡Mi amado! Entonces, podré quedarme…
Siéntate, dijo el Amor, y degusta mis
manjares.
Así que me senté y comí.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
No hay comentarios:
Publicar un comentario