SAN
FRANCISCO muestra el lugar que puede ocupar la belleza del
mundo en el pensamiento cristiano. No sólo su poema –EL Cántico de las
Criaturas- es poesía perfecta, sino que toda su vida fue poesía perfecta puesta
en acción. Por ejemplo, la elección de un lugar para un retiro solitario o para
la fundación de un convento era la más bella poesía en acto. El vagabundeo, la
pobreza, eran poesía en él; se despojó de sus vestiduras para estar en contacto
inmediato con la belleza del mundo.
En SAN
JUAN DE LA CRUZ se encuentran también hermosos versos sobre la belleza del
mundo. Pero de manera general, haciendo las reservas oportunas respecto a los
tesoros desconocidos o poco conocidos, enterrados quizá entre las cosas
olvidadas del Medievo, se puede decir que la belleza del mundo está casi
ausente en la tradición cristiana. Este hecho es extraño y, su causa, difícil
de comprender. Es una laguna terrible. ¿Cómo el cristianismo tendría derecho a
llamarse católico si el universo estuviera ausente de él?
Es cierto que en el Evangelio se habla
poco de la belleza del mundo. En ese texto tan breve que, como dice san Juan,
está muy lejos de encerrar todas las enseñanzas de Cristo, los discípulos
consideraron sin duda inútil incluir referencias a un sentimiento tan
ampliamente difundido.
Sin embargo, por dos veces se habla de
ello. En una ocasión, Cristo recomienda contemplar e imitar a los lirios y los
pájaros por su indiferencia respecto al futuro, por su docilidad al destino; en
otra, la contemplación e imitación de la distribución indiscriminada de la
lluvia y de la luz del sol.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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