EL NIÑO
En el hambre de Dios, ateísmo y fe se
conjugan, en la medida en que ambos son un grito desgarrado del deseo. En este
grito se encuentra la única certeza existencial del yo y de Dios:
«El alma sólo sabe con certeza que tiene
hambre y lo importante es que grite su hambre. Un niño no deja de gritar porque
se le sugiere que quizá no haya pan. Gritará de todas formas. El peligro no es
que el alma dude de su hay o no pan, sino que se deje persuadir por la mentira
de que no tiene hambre. No es posible persuadirla sino por una mentira, pues la
realidad de su hambre no es una creencia sino una certeza».
Él expresa así su hambre con el único
medio que tiene a su disposición y prefigura el grito del hombre, su escisión
íntima e insaciable, su hambre y su sed de absoluto. La no satisfacción de esta
hambre fija al alma en el estado de deseo eterno. El grito del niño es símbolo
del deseo de absoluto:
«Si el alma gritara hacia Dios su hambre
de pan de vida, sin ninguna interrupción, infatigablemente, como grita un
recién nacido al que su madre olvida de dar de mamar… Que los gritos que yo
lanzaba cuando tenía una o dos semanas resuenen en mí sin interrupción por la
leche que es la semilla del Padre. La leche de la Virgen, la simiente del Padre
–la tendré si grito para tenerla-. Es la primera técnica que se ha dado al ser
humano, el grito. Se grita para conseguir lo que el trabajo no procurará
jamás».
(Simone Weil & Cía.)
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