jueves, 10 de enero de 2019

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 22


22. ¿POR QUÉ LA BIBLIA TERMINA CON EL GRITO: VEN, SEÑOR, JESÚS?

Jesús es el que vivió una nueva vida para todos, pero es también el que viene, el novio al que esperan los suyos para consumar el amor en un cuerpo único donde él y la humanidad sean uno en gloria y eternidad. Por eso en el centro de la eucaristía se hace memoria de su vida, muerte y resurrección, y cuando aparece más cercano la comunidad repite las palabras del libro del Apocalipsis que cierran el texto bíblico: “Ven, Señor, Jesús” (Ap 22,17.20).
Si en la historia de Jesús muerto y resucitado los cristianos proclaman que el cielo ha abierto sus puertas y que, por tanto, la historia tiene puesto un pie en la misma gloria eterna de Dios, a la vez, sienten el peso de una creación que no se deja renovar con facilidad, ya que los apegos, las inercias, los hábitos del pecado y las fragilidades, torpezas y errores de lo finito siguen golpeando antes y después (Rm 8,22-23). Por eso hay que caminar en esperanza, salvados sí, pero en esperanza (Rm 8,24). Hay que avanzar sabiendo que la tierra prometida es real ya como nunca lo fue, que la mesa del Reino ha sido preparada definitivamente, que la gloria final nos aguarda a la vez que nos habita. Pero, igualmente, hay que aceptar que es inevitable el paso por el desierto de nuestra condición mortal sembrada además con semillas de cizaña (Mt 13,18-23). Hay que saber que nunca la historia podrá contener el cielo en su interior, pues siempre que lo ha intentado termina creando un paraíso para unos y un infierno para otros, esclavizados en múltiples formas para sostener a los primeros.
El mundo ha sido salvado porque una porción suya, el cuerpo y la historia de Jesús, ha quedado transfigurada como inicio y anticipo de la victoria del conjunto (1Cor 15,20). El cuerpo resucitado de Jesús es el signo y sello de salvación para cada hombre. Los discípulos de Jesús saben, sin embargo, que han de aprender a soportar aún la distancia, el peso de la historia, con los ojos fijos en Jesús, que enseñó con su misma vida a creer y resistir en la fe (Hb 12,1-4). Y que han de creer y resistir no en la separación del mundo, sino en el amor entregado como lo hizo Jesús mismo.
Son las dificultades a veces extremas, el mal siempre omnipresente, la flaqueza habitualmente experimentada las que miran a lo alto y queriendo decir 'Amén', es decir, sí, es verdad, tú has resucitado y me has injertado en tu victoria dicen, sin embargo, 'Ven, Señor, Jesús', acaba la obra que has comenzado, no tardes que el mundo necesita la verdad, la justicia y el amor, que el mundo necesita que 'la justicia y la paz se besen' y comiencen 'las bodas del Cordero', la fiesta de la vida para todos. Son las lágrimas y los dolores que empapan la tierra los que gritan con dolores de parto para que la semilla plantada ya con la vida, muerte y resurrección de Cristo dé a luz la vida plena de los hijos de Dios. Es la oscuridad persistente del pecado la que necesita que la luz ilumine todos los rincones con su verdad compasiva. Es la sed de esta tierra reseca de esfuerzos sin resultados aparentes la que necesita que el río de agua viva dé fecundidad a la historia. Aquí nace el grito “Ven, Señor, Jesús”. Tú que fuiste odre para las lágrimas de los pobres, tú luz de luz, tú el que da el agua de la vida, ven y consuma el dulce encuentro del amor.
Es justamente porque en Jesús la historia se ha culminado felizmente y el creyente la ha pregustado en su relación con él, por lo que anhela para sí y para todos el abrazo final donde Dios sea 'todo en todos' (1Cor 15,28), el abrazo donde todo esté unido en un mismo cuerpo amado, el cuerpo del Hijo.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

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