jueves, 10 de enero de 2019

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 20


20. ¿QUÉ TIENE DE ESPECIAL LA HISTORIA DE JESÚS?

Como vimos en la pregunta 7, Jesús se comprendió a sí mismo como heraldo del Reino que llegaba, pero no sólo en sentido indicativo (una señal que apunta por donde viene), sino como lugar donde este Reino daba señales de su presencia. Dios llegaba con los bienes mesiánicos esperados (paz, abundancia, protección, libertad...). Ahora bien, la actividad de este Reino y sus bienes requerían la aceptación de los gestos de Jesús y la conversión a su forma de existencia. Y aquí aparece lo insólito: Jesús pedía en la práctica que la aceptación del Reino se hiciera a la par que la aceptación de su persona. Sólo se participaba en el Reino de Dios que llegaba si se aceptaban los gestos y palabras de Jesús. Esto significaba que Dios en su presencia última se daba a sí mismo y otorgaba sus bienes en Él. Por eso, la decisión ante Jesús se convertía en decisión ante Dios mismo.
Jesús había ofrecido muestras de una relación con Dios única cuando le llamaba 'Abba' (padre) con una intimidad inusitada, o cuando se consideraba como el Hijo (Mt 11,27), o cuando ofrecía lo que sólo podía ofrecer Dios y hacía lo que sólo Dios podía hacer: perdonar, situarse por encima de la Ley... a través de sus palabras y sus gestos.
Cuando sus discípulos, después de la resurrección, le descubrieron participando de la misma vida de Dios, fueron comprendiendo su misterio íntimo, al recordar y re-actualizar lo vivido con una mirada elevada por este acontecimiento. Entonces se dijeron: En verdad Jesús era Emmanuel (Dios-con-nosotros), en verdad su acogida a los pecadores era el perdón mismo de Dios en la historia, en verdad su palabra era la verdad por encima de toda verdad, en verdad su mesa era el banquete de Dios, en verdad su vida era la presencia de Dios entre nosotros. Llegaron a comprender que incluso su cruz era el lugar donde había quedado manifiesto para siempre que el hombre vive preso del pecado y que ha expulsado a Dios de su misma historia, pero que en la muerte de Jesús se daba Dios mismo otorgando luz para ver y perdón para volver (2Cor 5,19).
Por eso los discípulos después de la resurrección comenzaron a llamarle Señor, como se decía de Dios. Comenzaron a considerar que participaba de su misma vida y que por eso podía ofrecer su presencia y sus bienes. Comenzaron a considerar que esta participación era la verdad última de las oraciones hechas de Hijo a Padre (Mt 11,27; Mc 14,36) y de Padre a Hijo amado (Mc 1,11; 9,7), llegando a afirmar su unidad en la distinción (Jn 17,22).
La resurrección meditada con el espíritu de Jesús, hizo comprender que Jesús podía ofrecer el Reino, la salvación, porque él mismo contenía en sí la vida de Dios. Afirmarán entonces los suyos que 'sólo en este hombre hay salvación' porque en él Dios se ha dicho del todo dándose del todo (Hch 4,12).
Ya en el siglo IV, en el Concilio de Nicea frente a algunas explicaciones de la vida de Cristo que hacían de él una criatura más y, por tanto, arrancaban la posibilidad de encontrar y recibir de él mismo la misma vida de Dios como salvación, la fe de la Iglesia dirá que Cristo es 'de la misma naturaleza que el Padre (consustancial)', y que, por tanto, en él se conoce y se recibe definitivamente a Dios mismo de una vez por todas. Un siglo después se verá la necesidad de decir que este Cristo que nos trae la salvación de Dios y que es consustancial a Él no es otro que el Jesús hombre que vivió la historia humana, sin que ésta quedara reducida o fuera aparente. Jesucristo es 'verdadero Dios y verdadero hombre', dirá al concilio de Calcedonia. Se afirma así no sólo quién es Jesús como Hijo de Dios y hermano nuestro, sino que el hombre encuentra su plena humanidad cuando se deja habitar por la presencia de Dios y que esta divinidad se ha manifestado como misterio de compasión y hospitalidad suprema hasta el punto de acoger como suya propia la frágil y caduca naturaleza de los hombres. De esta manera, se decía con la lógica de la argumentación especulativa, que la libertad del hombre no tiene que tener miedo a la presencia de Dios en él, y que lo humano, la carne, no es una realidad degradante que hay que rechazar en beneficio de lo divino, sino algo digno de Dios mismo.
En Jesús aparece, por tanto, la revelación de la verdad de Dios que es en su interior misterio de amor paterno-filial, sostenido y fecundo en el Espíritu Santo, y que ha querido compartir su vida haciendo de ella hogar eterno para la humanidad. Al ver la humanidad de Jesús en el espacio del Hijo eterno de Dios sabemos que allí todos tenemos lugar (Jn 14,1-3). Además se revela cómo queda sellada para siempre la oferta de salvación de Dios, ya que en su Hijo encarnado se ha autodefinido como acogida y perdón, futuro y plenitud de toda la humanidad de forma definitiva.

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

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