jueves, 10 de enero de 2019

JESÚS, EL CRISTO SIEMPRE VIVO... 18


18. ¿NACIÓ JESÚS PARA QUE LE MATARAN?

Dicho de otra manera: ¿la muerte de Jesús estaba prefijada de antemano por Dios mismo y, por tanto, lo fundamental es que Jesús muriera para que Dios pudiera perdonarnos?
Jesús situó toda su existencia a la luz de la voluntad de Dios. Ésta era el alimento que le daba identidad. Jesús quería que todo su ser expresara esta misma voluntad de Dios (Jn 4,34). No se trata de que Dios tenga una voluntad concreta para cada momento de la vida histórica de Jesús como si todo estuviera prefijado de antemano. Jesús debía expresar humanamente su voluntad originaria, radical. Dicho con otras palabras, debía encarnar el designio eterno de Dios para el mundo a través de los acontecimientos que fueran sucediendo en el encuentro de las libertades de Jesús y los hombres. Jesús tratará de mostrar con sus gestos, sus palabras, sus sentimientos... lo que Dios mismo desde siempre quiere para el hombre y así desvelar el 'misterio escondido desde antes de la fundación del mundo' (Mt 13,35).
Jesús se comprenderá a sí mismo como aquel que ha venido para que los hombres 'tengan vida y la tengan en abundancia' (Jn 10,10). Para que comprendan que la alianza que Dios ha hecho con ellos nace de un amor fontal que no queda roto por la traición humana, y que su misericordia es perdón que renueva al hombre y lo lleva a la fuente de su ser, posibilitando que se reconstruya sobre el cimiento firme del amor irrevocable de Dios. Para que comprenda que la voluntad de Dios es discreta y dialogal, que se hace presente sin robar la libertad, sino situando ésta ante sus más altas posibilidades. Pero al vivir sólo de esta voluntad de Dios se situará en conflicto con un mundo que no quiere vivir de ella y así será marginado, rechazado y expulsado de él.
Jesús vivió habitado por este amor originario, permanentemente ofrecido a todos discreto y paciente de Dios, que sabe incluso padecer para convencer. Vivió con libertad frente a todo lo que pudiera oscurecer este amor oponiéndose y enfrentándose a todo lo que en el mundo estuviera cimentado fuera de él, ya fuese el poder político, el poder religioso, las relaciones entre hermanos...
Nuestro mundo, él lo sabía, vivía inconscientemente parasitado por el miedo, la sospecha, el rencor, la envidia y la codicia. Como Jeremías y otros antiguos profetas, él sabía que el corazón del hombre estaba endurecido y no es fácilmente convencido por el amor, ya que los intereses creados no están a salvo si el amor se hace ley universal (Jn 2,24-25). En un mundo así, el amor de Dios sólo puede decirse del todo aceptando no ser acogido y manteniéndose en fidelidad a sí mismo. Y esta voluntad de Dios de que el hombre vea su rostro fiel y amante incluso cuando es despreciado, es lo que Jesús aceptó para sí.
La misión última de Jesús fue entonces hacer de su cuerpo, que estaba creado para el amor, un signo de esta voluntad radical de Dios también al ser acusado injustamente, rechazado mayoritariamente (por acción u omisión) y odiado con la fuerza de un asesinato. La obediencia que lleva a Jesús a la muerte no es la aceptación de un castigo impuesto por Dios, sino la ofrenda de su cuerpo como lugar donde el hombre pueda ver que Dios mismo no le rechaza ni siquiera cuando esto le suponga sufrimiento y muerte, como lugar para mostrar que el amor divino se niega a ser otra cosa distinta que puro amor.
Las palabras puestas por los evangelistas en boca de Jesús en Getsemaní y en la cruz, manifiestan su misterio interior. Manifiestan que su vida se alimentaba de esa voluntad hasta coincidir con ella aun en condiciones de amargura. Manifiestan a Cristo como reflejo verdadero y último de aquel amor divino que sabe sufrir si es necesario para dar al amado la posibilidad de volver. La obediencia que lleva a Jesús a la muerte es la vivencia en condiciones de rechazo de un amor siempre en acto, de un amor que no se niega a sí mismo ni siquiera cuando es rechazado (Jn 12,27-28).
Es este amor de Dios del que Jesús vive, que Jesús revela y que Jesús entrega al hombre de una vez para siempre. Un amor que no quiere la muerte de nadie, sino que acepta incluso la suya para sellar la identidad más profunda de su vida y enseñar al hombre a no tener miedo ni sospechar de él. Ésta es la lógica de aquellas palabras, de las más hermosas y terribles de san Pablo: “Qué más podemos añadir: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no iba a darnos todas las demás cosas juntamente con él?” (Rom 8,31-32).
Por eso hay que decir que Jesús no nació para dejarse matar, sino para vivir el amor de Dios delante de los hombres y convencerles, incluso si en el extremo no lo aceptaban, de que este amor es la eterna fuente siempre despierta de la vida plena de los hombres. Manantial inagotable abierto ahora en la misma entraña de la historia, en la carne humana del Hijo de Dios (Jn 7,37-38).

(Jesús, el Cristo siempre vivo; Francisco García Martínez. CCS)

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