sábado, 13 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...23


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REFLEXIÓN

23. ¿Cómo defiende el Espíritu esta imaginación sin imágenes frente a los poderes del mundo que dicen que no hay más cera que la que arde?
Jesús en el evangelio de Juan ha llamado al Espíritu que iba a entregar con su muerte y resurrección ‘Espíritu paráclito’. Un Espíritu que asume su misma misión, “yo pediré al Padre y os dará otro paráclito”, dice en Jn 14,16. Palabra que significa consolador, abogado, defensor…
Jesús mismo ha experimentado cómo esta creación está sometida a la mentira al replegar su mirada sobre ella misma, al encerrar su visión en sus propias posibilidades de afirmación. El ser humano no ha sabido, o no ha podido, o no ha querido imaginar el mundo bajo el poder de vida de Dios y lo ha encerrado en su propio poder de vida. San Pablo describirá esto, en su radicalidad última, como el intento de salvación por las obras. El reverso social de esta falta de confianza del propio sujeto sometido por el pecado es que no puede imaginar o confiarse imaginativamente sin tener una certeza absoluta, sin dominar la situación, a la vida del otro. El mundo pierde así la fe replegándose sobre lo visible dominable de la realidad y del otro. Se quiebra entonces el movimiento espiritual de la creación, el que define al ser humano como imagen de Dios y al mundo como paraíso.
En esta situación, el Espíritu de Cristo, el que lo ha acompañado permanentemente, el que lo empujó al desierto lleno de fieras que es esta historia (tierra de enemistad y muerte), lo ha mantenido en la verdad de su ser de Hijo, confianza en el Padre de los cielos, su Padre, sin someterse a la realidad clausurada en sí del mundo y de sus poderes. Así se definirá como Hijo también en el momento en el que parece no ser más que un abandonado (Mc 14,34-36), y como hermano-siervo aun cuando no sea definido más que como enemigo por los seres humanos y expulsado d su pueblo y de la humanidad (Jn 13,2-5).
El Espíritu ha defendido a Cristo de la mentira del mundo arraigándolo en la verdad de su propio ser imaginable desde las condiciones de distancia con Dios y con los demás de la historia (Hijo en lo humano-hermano ante el enemigo) o, como diría cierta tradición teológica, viviendo su identidad bajo el velo de este mundo, ‘sub contrario’, para romper el poder que somete la verdadera imagen de Dios y del mundo.
Este es el Espíritu que Jesús nos da. El Espíritu del Hijo que nos hace saber que nada nos puede separar del amor del Padre. Es la fe, como acontecimiento personal de verdad profunda que nos constituye, la que suscita el Espíritu arrancándonos del poder del miedo que no sabe imaginar ni confiar más allá de lo que este mundo permite ver separándonos así de Dios.
Esta es la verdad plena a la que nos conduce el Espíritu que promete Jesús (Jn 16,13) y esta es la acción que la Iglesia le suplica cuando le pide que ‘encienda su luz en la mente de sus fieles’. Es en esta nueva visión de la realidad donde nace la libertad de los hijos de Dios y es el arraigo en ella lo que les permite resistir frente a toda coacción exterior e interior del mal que siempre se nutre de la imposibilidad de imaginar a Dios en las condiciones históricas de finitud trágica que nos habita. Más aún, es esta visión o fe la que les permite resistir frente a la esclavitud de su propio pecado que utiliza la fragilidad y la torpeza como instrumento de desesperación frente a ellos mismos y frente a Dios: no hay más que lo que vemos que damos de sí. Es el Espíritu el que nos defiende de nuestro pecado, pues nos hace comprender que existe un abogado que, ante el Padre, nos presenta como amables también cuando nos recoge enfangados y ensangrentados (1 Jn 2,1; Ez 116,6-14.22).
Pero esta libertad otorgada al respirar el mismo espíritu de Cristo, al respirar su misma respiración filial, nos define igualmente destinados a una comunión total. Una comunión que debe afirmarse ahora, en esta historia de rivalidades, odio e injusticia, como reconciliación. O dicho en otros términos, como perdón o amor que vence al mal sin someterse a él. Es el espíritu de testimonio de fe y amor frente a los que acusan, frente a los que persiguen y que Cristo promete enviar a los suyos, porque es su propio Espíritu que le mantuvo como testigo fiel (Ap 1,5), como testigo absoluto del amor del Padre a su creación, como testigo del amor absoluto del ser humano por el ser humano, testigo que no necesita de palabras para revelarse en cuanto tal ante el tribunal acusador de la humanidad (Mc 14,60-61), porque su presencia silenciosa, mansa, no acusadora es la palabra radical del amor que no se deja someter por el odio y que lo vence sobreponiéndose a él con la re-afirmación del amor, el perdón, que intenta arrancar al acusador a fuerza de amor dado. “Cuando os lleven a entregaros (a los tribunales) no penséis de antemano lo que habéis de contestar; decid más bien aquello que (Dios mismo) os inspire en aquella hora. Pues no seréis vosotros los que habléis sino el Espíritu Santo” (Mc 13,11 par.) Así el Espíritu reconciliador de Cristo es entregado en su resurrección a los discípulos como fuerza de amor a los enemigos, como fuerza de reconciliación en la historia (Jn 20,21-23).
Por eso el Espíritu es el suscitador de la fe en el amor como verdad última de la vida (¿quién puede imaginar esto mirando de frente al mundo?), de la fuerza de este amor que nos constituye originalmente con la promesa de hacernos partícipes del mismo ser-amor de Dios. Un amor que nunca se pierde y que será lo único que haga el ser humano aquel que pudo ser y se perdió renunciando a su imaginación y aferrándose a su dominio de las cosas de este mundo (Gn 3, 1-7).
Es por esto por lo que la Iglesia, al pedir la efusión del Espíritu para sí en la fiesta de Pentecostés, recuerda que fue con el don del Espíritu Santo con el que recibimos el amor de Dios en nuestros corazones (antífona de entrada de la misa del día que recoge la expresión paulina de Rm5,5) para ser defendidos de la seducción del poder y del odio y la venganza, para que llamando a Dios Padre podamos vivir como hermanos. Es este amor el que nos defiende de nosotros mismos y de nuestras relaciones deformadas por el miedo (Rm 8,15), la envidia (Ga 5,25-26) y la violencia (Ef 4,30-32).

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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