sábado, 13 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...21


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REFLEXIÓN

21. ¿Cuál es el puesto del Espíritu en la interioridad de Dios?
Nos dirigimos ahora hacia el interior del misterio de Dios, siempre trascendente y que en la fe cristiana se radicaliza con la afirmación trinitaria de la unidad divina. Sin embargo, para hablar con radicalidad del Espíritu Santo es necesario entrar en el interior mismo de la vida de Dios, es decir, en la conjunción de la unidad de Dios con su mutua relacionalidad interna, una relacionalidad paterno-filial dada en el Espíritu que es definida como amor.
No le resulta fácil al espíritu humano comprender, menos aún imaginar, este misterio de fe, pues en la comprensión de lo que son las personas y las relaciones partimos de nuestra propia experiencia (cómo me entiendo yo como persona y cómo son mis relaciones). Ahora bien, en nosotros la unidad global de la humanidad es sólo un concepto de razón no vivido más que como una sensación intelectual o espiritual. Somos distintos, diferentes y distantes unos de otros o al menos así nos comprendemos. Por eso relacionalidad e individualidad son vividas en tensión y conflicto. Y esto proyectado sobre la vida trinitaria de Dios no funciona, pues la identidad de las personas y su relacionalidad son directamente proporcionales, algo que parece haber perdido o no haber sabido desarrollar en nuestra historia la humanidad. Intentemos, sin embargo, comprender.
 Dios se ha manifestado en la historia como la fuente eterna de la realidad y como lugar de atracción radical de esta misma realidad, de forma que el mundo queda definido por venir de Él e ir a Él, surgir de su voluntad y estar destinado a participar de su ser. Esta revelación se radicaliza con Jesús donde la creación/humanidad se descubre radicada filialmente en Dios. En Jesús se manifiesta que Dios ha querido crear el mundo así porque así era Él, se manifiesta que Él era desde siempre Padre que sale de sí engendrando al Hijo y que éste es en cuanto, recibiéndose de este movimiento, adquiere identidad propia y vuelve al Padre como Hijo. Todo ello en una relación de gozo y alabanza por ser amor dado, recibido y entregado en una circularidad eterna. Por eso podríamos decir que el mundo es este acontecimiento en la medida en que Dios lo realiza en su exterior y que, por tanto, desde este exterior el mundo debe moverse y ser atraído por Cristo como espacio donde adquirirá definitivo cumplimiento en el interior trinitario.
Pero ¿cuál es el puesto aquí del Espíritu Santo? Lo mismo que sabemos del puesto del Hijo en el interior de la Trinidad por la vida histórica de Jesús, al igual que el del Padre, hemos de acceder al ser interior del Espíritu en la Trinidad a través de su actuación histórica.
Después de haber visto cómo el Espíritu se revela en el interior de la palabra creadora que llama a las cosas a la existencia (Gn 1,1ss), que suscita el ser del hombre (Gn 2,7) y que genera la vida histórica del Hijo en María (Lc 1,35), podemos decir que el Espíritu está situado en ese misterio íntimo del Padre que lo mueve a salir de sí, a darse en lo otro. Podríamos hablar del impulso que hace que el Padre se realice en cuanto tal desde su más profundo ser. Lo mismo que en los impulsos del pensamiento y la acción humana, podemos experimentar que somos nosotros mismos y, a la vez, que existe aquello que nos mueve a serlo (o sernos), de forma análoga, el Espíritu se manifiesta como aquel que suscita el movimiento constituyente del Padre como tal, el que le mueve a realizarse en sí como él mismo, sin que le haga realizar nada que no le pertenezca propiamente. Este misterio íntimo insondable del ser de Dios que podemos percibir analógicamente en nuestro mismo ser, y que los tres gestos de su acción generadora (creación, historia, filiación de Cristo) nos muestran, gestos donde se unen sin separación y a la vez como distintos el ser y lo que hace ser, la identidad y el movimiento en la que se realiza, es el lugar del Espíritu.
Pero, todavía más, es este Espíritu el que, según la revelación, mueve a Cristo a dirigirse filialmente al Padre. Es aquel que suscita y sostiene la tensión de Jesús y, por tanto, del Hijo, hacia el Padre incluso en la distancia suprema de la muerte (Mc14,36; Lc 23,46) y el que, uniendo a todo ser humano con Cristo le hace pronunciar la invocación Abba (Rom 8,15-16). Así vemos que el Espíritu constituye igualmente el ser del Hijo en su movimiento de reconocimiento del Padre en el que constituye su ser, es Hijo en el Espíritu que le mueve a ser lo que es.
Por tanto, vemos aquí que no sólo en el salir del Padre de sí hacia el Hijo y hacia el mundo se manifiesta lo que es el Espíritu, sino que también en el salir del Hijo hacia el Padre en reconocimiento y del mundo unido a Cristo hacia la paternidad de Dios en gratitud, donde manifiesta su ser. Así pues, el Espíritu intangible en su presencia concreta, se manifiesta como el misterio más íntimo de la identidad realizada de Dios y de la creación en continuo movimiento hacia su identidad propia. El Espíritu es el misterio divino del movimiento personal, el agente del diálogo interior que impulsa a ser lo que se es y a vivir en verdad lo que constituye la propia identidad. He aquí la posición del Espíritu, que Kasper define como la “expresión profunda del misterio de Dios” refiriéndose a 1 Cor 2,11. Por eso este misterio podría definirse en terminología joánica como “espíritu de la verdad de cada ser en su movimiento hacia sí o en la expresión de sí mismo”.

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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