sábado, 13 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...22


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REFLEXIÓN

22. Pero ¿basta hablar del Espíritu ‘de verdad’ para definir su ser? El Espíritu como imaginación divina
Este Espíritu, sin embargo, haciendo ser lo que se es, aparece como apertura gratuita de la imaginación en todo aquel cuya identidad habita. Si comenzamos por la vida divina, el Espíritu aparece como ‘Espíritu creador’. No se trata sólo de dar vida, como ya hemos visto, sino de crearla. Esto supone un salto sobre el no ser no sólo en la existencia sino en la identidad [Para ver el significado de esta diferencia basta decir, por ejemplo, que cuando nace un niño se le da la existencia, pero no se crea en él la identidad humana que ya existe y que él asume]. ¿Qué significa pensar lo inexistente? La analogía más próxima para acercarnos a esta realidad es pensar en la fantasía humana, aunque esta construye su mundo con fragmentos de lo existente ya en una especie de ‘corta y pega’ onírico. Pero en realidad el concepto de imaginación pertenece al misterio de Dios mismo y al acontecimiento de pensar la creación. Al definir la oración de la Iglesia al Espíritu como ‘creador’, quizá no se habla tanto del hecho creador, que pertenecería propiamente al Padre, sino de lo que podríamos llamar suscitación imaginativa de este movimiento que produce novedad de ser, novedad que afecta al mismo ser de Dios al incorporar nuevas relaciones, al poner en frente de Él lo que no existía, lo, en algún sentido, inimaginable desde lo anterior por más que esta creación acontezca en el espacio propio del Hijo eterno.
La creación muestra que la actividad interior de Dios posee una cualidad sobreabundante de vida que quedará reflejada en la exuberancia de seres de la creación y que definiría el interior de las relaciones trinitarias como un dinamismo de novedad imaginativo que va mucho más allá de esa imagen torpe, reductora y tediosa que habitualmente nos invade el pensamiento cuando lo remitimos a la eternidad en Dios como un tiempo infinito de tú a tú entre el Padre y el Hijo.
Esta Potencia creadora, que habita el misterio de la intimidad de Dios y que va a la par de su sobreabundante suscitación de seres, formas, movimientos… que descubrimos siempre mayor del espacio al que llega nuestro conocimiento del universo a medida que nos adentramos en él, esta Potencia es otorgada como compañera última del mundo y del ser humano, como su más profundo centro para que la creación vaya más allá de lo imaginable desde lo simplemente dado en cada momento, y así pueda finalmente descubrir un origen y un destino que la sobrepasan aun siendo suyos. El Espíritu aparece, pues, en la creación como potencia de imaginación creadora, imaginación mesiánica casi, podríamos decir, desde lo más inanimado de las estructuras del universo. Esta imaginación mesiánica es la que no deja al ser humano replegarse en la melancolía o desesperación que puede producir la finitud y la muerte, la soledad, la injusticia y los fracasos de la humanidad y de cada ser humano. Imaginación que mueve no sólo el pensamiento, sino que empuja el ser entero hacia la identidad que necesita y que parece no caber en estrecho marco del aquí y ahora de formas, relaciones, actividades, sentimientos… históricos. Un ser entero que no se sabe ni siquiera definir del todo y que remite a Dios como creador y salvador, como imagen suprema y absoluta de la imaginación humana, como verdad última a cuyo conocimiento estaba destinado el movimiento imaginativo del ser humano para reconocerse como su imagen en el mundo.
Por tanto, siendo Dios su destino, esta imaginación en su acción última no puede imaginar nada en concreto, sino que se transforma en un impulso hacia lo necesario e inimaginable que es Dios mismo. Por eso, finalmente, esta imaginación coincide con la fe radical y aparece cuando el ser humano sabe que los mundos imaginados y traídos a la existencia por su acción no son suficientes y quedan siempre absorbidos por la muerte como anhelos impotentes de vida plena. Es comprensible que este impulso último al que conduce el Espíritu de imaginación de Dios en el ser humano quede definido en Cristo como un simple grito inarticulado. En él, el aliento vital queda ofrecido más allá del mundo, sin palabras y en agonía. Un grito que ofrece el propio aliento de vida, con todos los trabajos realizados y agotados, a esa oscuridad misteriosa que suscitó la esperanza en vida y que sigue en muerte apareciendo como la única que puede construir la nueva creación al integrar todo en su vida sin muerte.
Esta entrega de la imaginación, después de todos sus trabajos mundanos a Dios, es la fe. Una fe que se levanta como imaginación verdadera con la resurrección de Jesús, pues en ella la vida de Cristo se manifiesta como verdad de lo imaginado-sin-imágenes: la realidad de Dios como vida del mundo, la vida plena, íntegra, eterna. Así pues, el ser humano es alentado por el Espíritu para no conformarse con el mundo que ve, para crear desde lo dado lo nuevo y su propia vida, pero a la vez es alentado para no conformarse con esto, sino entregarse a un fundamento y destino que lo desbordan, pero que parece ser lo único que le ofrece identidad plena. El Espíritu no alienta para que, junto a Cristo, “resucitado porque poseía el Espíritu” (1 Pe 3,18), se entregue a vivir de una imaginación que, sin separarle del mundo, manteniéndolo fiel a su arraigo terreno, lo determine desde la imagen invisible del Padre que llama a ser lo que no es y da futuro a lo que apresa la muerte. El Espíritu mueve de esta manera las potencias del ser humano y hace que estas se dinamicen en su creatividad más profunda en medio de la exhuberancia del mundo, configuradas interiormente por una esperanza indemostrable de que la verdad del ser humano en su busca de identidad será consumada por una súper-exhuberancia prometida en la resurrección de Cristo a la que llegó “porque poseía el Espíritu”. El Espíritu es el don  para la fe, para la perseverancia, que hace que la creación que se mueve entre dolores de parto (Rom 8,22), se asocie a aquellos que, siguiendo al Hijo llaman a Dios Padre y esperan los cielos nuevos y la tierra nueva donde habite la justicia, la paz y la alegría sin fin.

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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