lunes, 15 de octubre de 2018

El Espíritu. Misterio de Dios y del mundo...14


EL ESPÍRITU, Misterio de Dios y del mundo
REVELACIÓN

14. ¿El Espíritu, ¿Señor de la vida? El Espíritu y la resurrección de Cristo
Confesamos en el Credo nicenoconstantinopolitano que el Espíritu es “Señor y dador de vida”, no sólo dador, sino Señor de (la) vida. Esta última designación está vinculada al poder divino en el que la vida se afirma radicalmente, pero nos gustaría proponer una interpretación que ensanchase su sentido. Ya que en nuestra historia concreta el señorío sobre el mundo pertenece al poder de la muerte y del mal (caos, pecado, Satán…) que han sometido la creación y buscan someter a Cristo arrojándolo al desprecio y a la muerte, parecería necesario que el Espíritu de Dios llegue a ser Señor de toda la creación para que ésta alcance la plenitud inscrita por el designio de Dios en ella.
Este señorío se le ha dado a Cristo en su resurrección y se manifiesta en que en su humanidad resucitada ni la muerte ni el pecado tienen ningún poder en él; al contrario, son vencidos definitivamente. Pues bien, esta resurrección de Cristo se ha producido en la fuerza del Espíritu. En Cristo, la presencia íntima y fundante de Dios como Padre se afirmaba sin fisuras sostenida por el Espíritu paternofilial compartido. Es decir, su vida era continuamente constituida por el movimiento de Dios como Padre que le constituía como Hijo eterno como él mismo era Padre eterno. Por eso fue resucitado: “Como poseía el Espíritu fue devuelto a la vida” (1 Pe 3,18).
Las profecías veterotestamentarias hablaban del día en que se derramaría el espíritu de Dios sobre todo el pueblo de forma que sería él quien se enseñorearía sobre los impulsos de las relaciones humanas de forma que llegará el Shalom de Dios, la paz mesiánica. Este Espíritu es el que actuado en la resurrección de Cristo. En ella se ha abierto ‘el día del Señor’ y el mundo abandona su caducidad caótica y mortal, y se transfigura dibujando en sí una armonía y comunión gozosas que sobrepasan toda finitud. Cristo resucitado se convierte en el germen de la nueva creación a la que conduce el Espíritu y que él realiza. En el cuerpo espiritual del que habla Pablo para describir a los resucitados, aparece el señorío del Espíritu en acto. La muerte queda absorbida al ser insertados los seres humanos en la eterna generación filial del Hijo. El odio queda superado al ser acogidos en el cuerpo de Cristo por su perdón.
El cuerpo de Cristo, su humanidad mortal, aparece trascendido sin ser abandonado como figura y representación de la vida nueva, como espacio de relación eterno para la incorporación de la humanidad a Dios, como rostro eterno de la creación original. «Cuando Dios ve amanecer la mañana de Pascua -explica Máximo el Confesor- dice: “he aquí por qué creé el mundo”».
Por eso la vida consiste en renacer bajo el señorío de este Espíritu que ahora conocemos y recibimos de Cristo en su verdad originaria. La nueva creación aparece como reconfiguración de los movimientos íntimos del ser humano, de sus deseos de vida, identidad y compañía. Como abandono de la confianza prepotente e ingenua en los propios poderes sobre uno mismo y sobre el mundo. Como re-nacimiento interior en el que el Espíritu que insufló Dios en la creación se hace con el Señorío. En un acontecimiento imprevisible por gratuito e inexplicable por absolutamente desbordante aparece la vida en armonía plural, en movimiento gozoso de enriquecimiento mutuo y en eternidad. Este es el nuevo nacimiento del Espíritu al que se refiere el evangelista Juan y que es descrito en el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3,1-21).
Así el Espíritu como Señor de la nueva creación hace que las cosas sean lo que son realmente, no ese pálido reflejo de su ser que somos capaces de vivir aquí, no ese torpe querer ser y chocar entre sí hasta definirnos por exclusión. Lo que somos, la imagen participada de la gloria del Padre que es originaria y originalmente el Hijo y que se ha compartido con nosotros (1 Cor 13,12). NO es extraño, pues, que el dibujo de lo que el mundo es como nueva creación aparezca en forma paradisíaca (desde el Génesis, los profetas como Isaías o Ezequiel hasta el apocalipsis), pues este es su designio originario, el origen del origen, su realidad real que se manifiesta en la vida resucitada de Cristo que ahora se convierte en nuestro verdadero ser: el futuro del futuro.
En este sentido la blasfemia contra el Espíritu Santo no es sino la negación de nuestra realidad más honda, el rechazo de Dios como identidad que nos identifica, la acción de quien reconoce y a la vez rechaza. Consiste en maldecir el impulso de vida que desde Dios nos llama a la existencia y busca convertirnos en hijos en comunión total con el Hijo manifestado en la carne de Cristo. Si esto no se perdona no es porque el movimiento de la misericordia creativa de Dios quede suspendido en él, sino porque se deshabilita el cauce por el que este puede hacerse eficaz en el ser humano. El per-dón que Dios da se hace así re-pulsión de Dios en el ser humano que no lo acepta. El don de la creación no aceptado, que se repite en la invitación final del Hijo a participar de su misma vida, se convierte en el ser humano que se re-afirma en su pecado en una fuente de odio en su interior y así en una fuente de maldición propia que, paradójicamente, utiliza como arma la misma gracia de Dios que le sostiene en el ser.
Esta condena última sólo puede darse frente a Dios, pues es él el que está en el origen primigenio como fundamento de existencia. Quizá lo terrible de la libertad es que la creación puede aparecer ante el ser humano como un espacio de abandono y agresión simplemente, y que la nueva creación puede aparecer teñida por su reverso. Dios no puede dejar de dar vida eternamente a sus criaturas y éstas, negándose a vivir de ella y queriéndose autofundar, se mantienen en este don, pero convirtiéndolo en una maldición permanente, pues viven sólo para no poder sostenerse. No es broma la afirmación del infierno y tampoco es una afirmación para arrojar contra los otros, se trata de la percepción de una posibilidad que invita a suplicar juntos que sean abiertos los corazones de todos y nadie tenga que vivir por siempre mortalmente.

(El Espíritu, Misterio de Dios y del mundo; Francisco García Martínez. Ed. CCS)

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