miércoles, 25 de enero de 2017

ÚLTIMOS PENSAMIENTOS

ÚLTIMOS PENSAMIENTOS
Casablanca, 26 de mayo de 1942

…No tengo necesidad de ninguna esperanza, de ninguna promesa, para creer que Dios es rico en misericordia. Conozco esa riqueza con la certeza de la experiencia, yo misma la he tocado. Lo que de ella conozco por contacto sobrepasa de tal modo mi capacidad de comprensión y gratitud que ni la misma promesa de felicidades futuras añadiría nada al significado que para mí tiene, de la misma forma que para la inteligencia humana la adición de dos infinitos no es una adición.
La misericordia de Dios se manifiesta en la desdicha tanto, o quizá más, que en la alegría, pues bajo aquella forma no tiene analogía con nada humano. La misericordia del hombre no aparece más que en el don de la alegría o bien al infligir un dolor con vistas a efectos externos, curación del cuerpo o educación. Pero no son los efectos externos de la desdicha los que dan testimonio de la misericordia divina. Los efectos externos de la verdadera desdicha son casi siempre malos. Cuando se quiere disimularlo, se miente. Es en la desdicha misma donde resplandece la misericordia de Dios, en lo más hondo de ella, en el centro de su amargura insondable. Si, perseverando en el amor, se cae hasta el punto en que el alma no puede ya retener el grito «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», si se permanece en ese punto sin dejar de amar, se acaba por tocar algo que no es ya la desdicha, que no es la alegría, que es la esencia central, intrínseca, pura, no sensible, común a la alegría y al sufrimiento y que es el amor mismo de Dios.
Se sabe entonces que la alegría es la dulzura del contacto con el amor de Dios, que la desdicha es la herida de este mismo contacto cuando es doloroso y que lo único importante es el contacto, no la modalidad.
De la misma forma que si se vuelve a ver a un ser querido tras una ausencia prolongada, lo importante no son las palabras que con él se intercambian, sino sólo el sonido de su voz que nos asegura su presencia.
El conocimiento de esta presencia de Dios no consuela, no quita nada a la horrible amargura de la desdicha ni cura la mutilación del alma. Pero se sabe de manera cierta que la sustancia de esa amargura y de esa mutilación es el amor de Dios hacia nosotros.
Quisiera, por gratitud, ser capaz de dejar testimonio de ello. El poeta de ‘La Ilíada’ amó suficientemente a Dios para disponer de tal capacidad. Pues ése es el significado implícito del poema y la fuente única de su belleza, aunque apenas se haya comprendido.
Aun cuando no hubiera nada más para nosotros que la vida terrena, aun cuando el instante de la muerte no nos aportase nada nuevo, la sobreabundancia infinita de la misericordia divina está ya secretamente presente, aquí, en toda su integridad.
Si, por una hipótesis absurda, muriera sin haber cometido faltas graves y cayera, no obstante, al fondo del infierno, debería de todas formas una gratitud infinita a Dios por su infinita misericordia a causa de mi vida terrena, por más que yo pueda ser un objeto tan mal acabado. Incluso en ese caso, creería haber recibido toda mi parte en la riqueza de la misericordia divina. Pues ya aquí recibimos la capacidad de amar a Dios y de representárnoslo con toda certeza como poseedor de una sustancia que es una alegría real, eterna, perfecta, infinita. A través de los velos de la carne, recibimos de lo alto suficientes presentimientos de eternidad para disipar todas las dudas que sobre ese punto puedan suscitarse.
¿Qué más pedir? ¿Qué más desear? Una madre, una amante, teniendo la certeza de que su hijo, su amante, está en la alegría, no podría pedir ni desear otra cosa. Y aún tenemos mucho más, pues lo que amamos es la alegría perfecta en sí misma. Cuando esto se sabe, la propia esperanza se torna inútil, pues deja de tener sentido. Lo único que queda esperar es la gracia de no desobedecer. El resto es asunto de Dios y no nos concierne.
…/…

(A la espera de Dios; Simone Weil)

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