domingo, 22 de enero de 2017

PRÓLOGO

PRÓLOGO

PRÓLOGO

EL entró en mi habitación y me dijo: “Miserable que no comprendes nada, que no sabes nada. Ven conmigo y te enseñaré cosas que tú no conoces”. Yo lo seguí.
Me condujo a una iglesia nueva y fea. Me llevó frente a un altar y me dijo: “Ponte de rodillas”. Yo le contesté: “No he sido bautizada”. Me respondió: “Ponte de rodillas frente a este sitio, con amor, como si estuvieras delante del lugar donde existe la verdad”. Yo lo obedecí.
Él me hizo salir y subir hasta un ático desde donde se veía, a través de la ventana abierta, toda la ciudad, algunos andamios de madera y, al fondo, el río por donde los barcos se dirigían al puerto. Me pidió que me sentara.
Estábamos solos. Él habló. A veces alguien entraba, participaba en la conversación, y después partía.
No era ya invierno. Pero todavía no llegaba la primavera: las ramas de los árboles estaban desnudas, sin retoños, en medio de un aire frío y lleno de sol. La luz aumentaba, resplandecía y disminuía, luego las estrellas y la luna entraban por la ventana. Después la aurora volvía a aparecer.
En ocasiones él se callaba, sacaba de un cajón un pan y lo compartíamos. Ese pan en verdad sabía a pan. Nunca más he vuelto a encontrar ese sabor. Él me servía y se servía vino que tenía el sabor del sol y de la tierra donde estaba construida la ciudad.
A veces nos tirábamos sobre el piso del ático, y la dulzura del sueño descendía sobre mí. Luego yo me despertaba y bebía la luz del sol.
Él me había prometido una enseñanza, pero nunca me enseñó nada. Platicábamos sobre toda clase de cosas, sin ton ni son, como lo hacen los viejos amigos.
Un día él me dijo: “Ahora, vete”. Caí de rodillas y abracé sus piernas, suplicándole que no me echara fuera. Pero él me aventó por la escalera. Bajé sin saber nada, con el corazón hecho pedazos. Caminaba por las calles y entonces me di cuenta que no sabía para nada dónde se encontraba la casa.
Nunca más intenté volver a encontrarla. Comprendí que él había venido a buscarme por error. Mi lugar no estaba en ese ático. Mi lugar está no importa dónde: en una celda de prisión, o en uno de esos salones burgueses con sillones de terciopelo rojo, o hasta en una sala de espera de estación de tren. No importa dónde, pero no en ese ático.
No puedo yo impedirme a veces, con temor y con remordimientos, dejar de repetirme lo que él me dijo. Pero, ¿cómo saber si me acuerdo exactamente de sus palabras? Él no está ya ahí para decírmelas.
Yo sé bien que él no me ama. ¿Cómo podría amarme? Y sin embargo, en el fondo de mí, alguna cosa, un punto de mí misma, no puede impedirse pensar que tal vez, a pesar de todo, él me ama.
(Simone WEIL; 1941 o 1942)


1 comentario:

  1. https://wordpress.com/view/institutosimoneweilediciones.wordpress.com

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