martes, 24 de enero de 2017

A LA ESPERA DE DIOS. Vacilaciones ante el bautismo

A LA ESPERA DE DIOS
(Enero – Junio 1942)

VACILACIONES ANTE EL BAUTISMO
La inhibición que me retiene fuera de la Iglesia es debido o bien al estado de imperfección en que me encuentro, o bien a que mi vocación y la voluntad de Dios se oponen a ello. En el primer caso, no puede remediar directamente esta inhibición, sino sólo de forma indirecta, haciéndome menos imperfecta si la gracia me ayuda. Para ello, es preciso, por una parte, esforzase en evitar las faltas en el ámbito de las cosas naturales y, por otra, poner siempre más atención y amor en el pensamiento de Dios. Si la voluntad de Dios es que yo entre en la Iglesia, él me impondrá esa voluntad en el momento preciso en que yo merezca que me la imponga.
En el segundo caso, si su voluntad no es que yo entre, ¿cómo entonces podría entrar? Sé muy bien lo que usted me ha repetido con frecuencia: que el bautismo es la vía común de salvación –al menos en los países cristianos- y que no hay absolutamente ninguna razón para que yo cuente con una vía excepcional. Esto es evidente. Pero, sin embargo, en el caso de que, de hecho, no me correspondiera seguir ese camino, ¿qué podría hacer? Si fuera concebible que uno se condenara obedeciendo a Dios y se salvara desobedeciéndole, elegiría de todas formas la obediencia.
Creo que la voluntad de Dios no es que yo entre en este momento en la Iglesia. Pues, como ya le dije antes, y sigue siendo verdad, la inhibición que me retiene no se deja sentir con menos fuerza en los momentos de atención, de amor y de oración que en los restantes. Y, no obstante, he experimentado una gran alegría oyéndole decir que mis pensamientos, tal como se los he expuesto, no son incompatibles con la pertenencia a la Iglesia y que, por consiguiente, no le soy extraña en espíritu.
No puede dejar de preguntarme si, en estos tiempos en que una parte tan considerable de la humanidad se encuentra sumida en el materialismo, no querrá Dios que existan hombres y mujeres que, entregados a él y a Cristo, permanezcan sin embargo fuera de la Iglesia.
En todo caso, cuando me imagina concretamente y como algo que podría estar próximo al acto por el cual entraría en la Iglesia, ningún pensamiento me apena más que el de separarme de la masa inmensa y desdichada de los no creyentes. Tengo la necesidad esencial, la vocación –pues creo que puedo llamarla así- de moverme entre los hombres y vivir en diferentes medios humanos fundiéndome con ellos, adoptando su mismo color, en la medida al menos en que la conciencia no se oponga, desapareciendo en ellos, a fin de que se muestren tal como son sin que tengan que disfrazarse para mí. Quiero conocerlos para amarlos tal como son. Pues si no los amo tal como son, no es a ellos a quienes amo y mi amor no es verdadero. No hablo de ayudarles, pues hasta ahora, desgraciadamente, soy completamente incapaz de hacerlo. Creo que de ningún modo entraría nunca en una orden religiosa para no separarme por un hábito del común de los mortales. Hay seres humanos para los que esta separación no ofrece inconvenientes graves, pues están ya separados del conjunto de los hombres por la naturaleza natural de su alma. En cuanto a mí, por el contrario –como creo haberle dicho ya-, llevo en mí misma el germen de todos los crímenes o poco menos. Me hice especialmente consciente de ello en el curso de un viaje, en circunstancias que ya le he relatado. Los crímenes me producían terror, mas no me sorprendían; sentía su posibilidad dentro de mí y, precisamente por sentir en mí misma esa posibilidad, me horrorizaban. Esta disposición natural es peligrosa y muy dolorosa, pero como toda disposición natural puede ponerse al servicio del bien si se sabe hacer un uso adecuado de ella con el auxilio de la gracia. Implica una vocación, la de mantenerse de alguna manera en el anonimato, dispuesto a mezclarse en cualquier momento con la masa común de la humanidad. Ahora bien, en nuestros días, el estado de los espíritus es tal que hay una barrera más marcada, una separación más tajante, entre un católico practicante y un no creyente que entre un religioso y un laico.
Conozco las palabras de Cristo: “De aquel que se avergonzare de mí delante de los hombres, me avergonzaré yo delante de mi Padre”. Pero avergonzarse de Cristo quizá no signifique para todos y en todos los casos no adherirse a la Iglesia. Para algunos puede significar solamente no ejecutar los preceptos de Cristo, no irradiar su espíritu, no honrar su nombre cuando se presenta la ocasión, no estar dispuesto a morir por fidelidad a él.
Debo decirle la verdad, aun a riesgo de contrariarle y por más que contrariarle me resulte extremadamente penoso. Amo a Dios, a Cristo y la fe católica tanto como a un ser tan miserablemente insuficiente le sea dado amarles. Amo a los santos a través de sus textos y de los escritos relativos a sus vidas –a excepción de algunos a los que me es imposible amar plenamente o considerar como santos-. Amo a los seis o siete católicos de espiritualidad auténtica que el azar me ha llevado a encontrar en el curso de mi vida. Amo la liturgia, los cánticos, la arquitectura, los ritos y las ceremonias católicas. Pero no siento en modo alguno amor por la Iglesia propiamente dicha, al margen de su relación con todas las cosas a las que amo. Puedo simpatizar con quienes sienten ese amor, pero yo no lo experimento. Sé muy bien que todos los santos lo experimentaron. Pero también casi todos ellos nacieron y crecieron en el seno de la Iglesia. Sea como fuere, el amor no surge por propia voluntad. Todo lo que puede decir es que, si ese amor constituye una condición de progreso espiritual –cosa que ignoro- o forma parte de mi vocación, deseo que algún día me sea concedido.
Bien podría ser que una parte de los pensamientos que acabo de exponerle sea ilusoria y mala. Pero, en cierto sentido, poco importa; no quiero analizar más; después de todas estas reflexiones ha llegado a una conclusión, que es la resolución pura y simple de no volver a pensar en la cuestión de mi eventual entrada en la Iglesia.
Es muy posible que después de haber estado sin reflexionar sobre ello durante semanas, meses o años, sienta un día el impulso irresistible de solicitar inmediatamente el bautismo y vaya corriendo a pedirlo. Pues oculto y silencioso es el camino por el que la gracia se adentra en los corazones.
Puede ocurrir que mi vida llegue a su término sin haber experimentado jamás ese impulso. Pero una cosa es absolutamente cierta: si llega el día en que yo ame a Dios lo suficiente para merecer la gracia del bautismo, recibiré esa gracia ese mismo día, indefectiblemente, bajo la forma que Dios quiera, sea por medio del bautismo propiamente dicho, sea de cualquier otra forma. ¿Por qué entonces, preocuparse? No es en mí en quien debo pensar, sino en Dios. Es Dios quien debe pensar en mí.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

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