viernes, 27 de enero de 2017

EL AMOR AL ORDEN DEL MUNDO

EL AMOR AL ORDEN DEL MUNDO 
El amor al orden del mundo y su belleza es el complemento del amor al prójimo. Procede del mismo renunciamiento, imagen del renunciamiento creador de Dios. Dios trae a la existencia este universo consintiendo en no dominarlo, aunque podría hacerlo, dejando que en su lugar impere, por una parte, la necesidad mecánica asociada a la materia, incluida la materia psíquica del alma, y, por otra, la autonomía esencial de los procesos pensantes.
Por medio del amor al prójimo imitamos el amor divino que nos ha creado a nosotros y a todos nuestros semejantes. Por el amor al orden del mundo imitamos el amor divino que ha creado este universo del que formamos parte.
El hombre no tiene que renunciar a dominar la materia y las almas puesto que no cuenta con poder para hacerlo. Pero Dios le ha conferido una imagen de ese poder, una divinidad imaginaria, para que también él pueda, aun siendo criatura, vaciarse de su divinidad.
Así como Dios, estando fuera del universo, es el mismo tiempo su centro, así también el hombre se sitúa de forma imaginaria en el centro del mundo. La ilusión de la perspectiva le sitúa en el centro del espacio; una ilusión semejante falsea en él el sentido del tiempo; otra ilusión del mismo tipo dispone a su alrededor toda la jerarquía de valores. Esta ilusión se extiende incluso al sentimiento de la existencia, a causa de la íntima unión que en nosotros hay entre el sentimiento de valor y el sentimiento de ser; el ser nos parece cada vez menos denso a medida que se aleja de nosotros.
Rebajamos a su nivel, a nivel de la imaginación mixtificadora –deformadora, engañadora-, la forma espacial de esa ilusión. Estamos obligados a ello, pues, de otro modo, no percibiríamos ni un solo objeto, ni siquiera nos controlaríamos lo bastante para dar un solo paso de manera consciente. Dios nos procura así el modelo de la operación que debe transformar nuestra alma. Así como aprendemos de niños a rectificar y reprimir lo ilusorio de la percepción del espacio, debemos hacer otro tanto respecto a la percepción del tiempo, de los valores, del ser. De otro modo seremos incapaces, en todo lo que sea ajeno a la dimensión espacial, de discernir un solo objeto o de dar un solo paso.
Estamos en la irrealidad, en el sueño. Renunciar a nuestra situación central imaginaria, no sólo con la inteligencia sino también con la parte imaginativa del alma, es despertar a lo real, a lo eterno, ver la verdadera luz, oír el verdadero silencio. Se opera entonces una transformación en la raíz misma de la sensibilidad, en el modo inmediato de recibir las impresiones sensoriales y las impresiones psicológicas. Es una transformación análoga a la que se produce cuando, de noche en un camino, distinguimos de repente un árbol donde habíamos creído ver un hombre agachado; o cuando percibimos un susurro de hojas donde habíamos creído oír un cuchicheo. Se ven los mismos tonos, se oyen los mismos sonidos, pero no es de la misma forma.
Vaciarse de la falsa divinidad, negarse a sí mismo, renunciar a ser en la imaginación el centro del mundo, comprender que todos los puntos podrían serlo igualmente y que el verdadero centro está fuera del mundo, es dar el consentimiento al reino de la necesidad mecánica en la materia y de la libre elección en el centro de cada alma. Este consentimiento es amor. La forma en que este amor se muestra cuando se orienta hacia las personas pensantes es la caridad hacia el prójimo; cuando se orienta hacia la materia, es amor al orden del mundo, o, lo que es igual, amor a la belleza del mundo.

(A la espera de Dios; Simone Weil)

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