LA ENTRADA AL LABERINTO…
La inclinación natural del alma a amar
la belleza es el ardid de que se sirve Dios con más frecuencia para abrirla al
soplo de lo alto.
Es la trampa en que cayó Coré. El
perfume del narciso hacía sonreír al cielo entero, a la tierra toda y al oleaje
del mar. Apenas la pobre joven hubo tendido la mano, cayó prisionera en la
trampa. Había caído en manos del Dios vivo. Cuando salió, había probado la granada
que la ligaba para siempre. Ya no era virgen, era la esposa de Dios.
La belleza del mundo es la entrada al
laberinto. El imprudente que, habiendo penetrado, da por él algunos pasos, se
encuentra al punto imposibilitado de encontrar otra vez la salida. Agotado, sin
nada que comer ni que beber, en las tinieblas, separado de sus semejantes, de
todo lo que ama, de todo lo que conoce, camina sumido en la ignorancia, sin
esperanza, incapaz incluso de percibir si verdaderamente avanza o está dando
vueltas en círculo. Pero esta desdicha no es nada en comparación con el peligro
que le acecha. Pues si no pierde el valor y continúa caminando, es seguro que
llegará al centro del laberinto. Y allí Dios le espera para devorarle. Luego
volverá a salir, pero transformado, convertido en otro ser, tras haber sido
comido y digerido por Dios. Se quedará entonces junto a la entrada para, desde
allí, empujar suavemente a quienes se acerquen.
(A
la espera de Dios; Simone Weil)
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